Una imagen, blanca y negra como peldaños de una escalera, los pájaros en la persiana entreabierta, la silla, el escritorio, los brazos apoyados para estar más cerca. Pensaba y recordaba la lluvia y las puertas del cine detrás del obturador que no había apretado ella. Una semana o un siglo. Casas de dos y tres pisos con ventanas amplias y aires acondicionados en las oficinas. Edificios resaltando la asimétrica distancia de terrazas vacías y la absurda vereda desde el último piso. Abajo todo era despojado y prescindía de algo idéntico o parecido. ¿Quiénes no podían ser cómplices del absurdo? Salió del cuarto sin sacarse el jean, la remera, zapatillas sin medias, las llaves de la puerta, piedras en un camino de piedras, la amplitud de la avenida como corriente de un río perdido entre colectivos inertes y carteles difusos. Era tan real lo que había dicho como los brazos sobre el escritorio o un mechón de pelo señalando lo vivido. A veces caminaba por la avenida conmovida, y otras abría la puerta y pensaba en lo que podría haber dicho. El mismo desfasaje en tiempos y lugares distintos. El año anterior había decidido participar en un voluntariado, y esas ganas de ayudar a otros no cambiaban como era, pero hacían valioso su tiempo y el tiempo que no tenía espera. El tiempo que en todo momento demoraba sus decisiones. Quizá no pesaba o era lo que elegía sin distracciones. Todas esas cuadras mirando por las ventanillas el techo escondido consumiendo el oxígeno. Cuando llegaba la mañana y el día en la pintura desdibujada de los escalones y en los costados de un pasillo las puertas desbordadas por los alumnos. En pocos meses terminaba su tesis y se recibía. La tesis que veneraba y evaluaba su profesor. O como ella decía sin ocultar su timidez o una ironía no ya el prólogo o epílogo sino su verdadero mentor. En realidad, era una cita. Su admiración por la deriva de un pensamiento que justificaba su timidez y su decisión de citar en los exámenes orales y nunca cuando escribía o redactaba. Era más fácil memorizar una comprensión que una interpretación. Traducir y registrar podían cambiar o permanecer implícitas a su origen. Nada era lo mismo. Nada podía dar igual. Sin creer o querer algo trascendente porque hablaba de sí misma y a sí misma la desvirtuaba y no aceptaba su personalidad. Ella, que imaginaba el momento en que explicaba las razones de su tesis y era tan sencillo cómo prestaban atención y querían saber algo más.

La recuerda, puede verla, el aula magna en el centro del pasillo, micrófonos, escalones para un taburete de cinturas y torsos, primer año y una materia, bancos ocupados y ninguno vacío, imágenes de ancestros, primitivos y elementales como una gramática descompuesta, desordenada, ácrata, significados fuera de contexto. Su profesor hablaba gesticulando comportamientos, señas, ceremonias, rituales para un auditorio de adolescentes y adultos. Esos hombres, papeles, lápices, caligrafías. No tenían. No imaginaban como ellos. La imaginación como la capacidad de abstraer y crear alegorías, analogías, metáforas, metonimias, signos, íconos. Ella escuchaba. Imaginaba un hueso. Lo que había sido el hueso de un animal y ahora tenía punta, filo. Una amiga le preguntaba cómo le había ido en el examen de Epistemología. No entendía si era una contradicción o lo que el examen exigía. Levantó la mano y dijo lo que había visto. Parecía una pregunta. Una hipótesis. La deducción de una imagen que corregía, completaba, reunía, existía en otra y con cualquier otra. Tantas como las que quedaban y dejaban de ser imposibles. Verdades tardías. Tardíamente encontradas. Como un invitado que no conoce al anfitrión de la fiesta ni a los otros invitados ni qué ropa deberá ponerse. A la vista de todos e ignorado por todos. Dudaba. Comparaba lo semejante y lo disímil, lo simétrico y complementario, lo que parecía un monólogo y dejaba de serlo cuando quería hacer silencio y dialogaba indiferente a sus conjeturas y a la pregunta personal, real, lúdica, desprejuiciada, vertiginosa con las palabras hasta darlas vueltas y adueñarse de su pregunta y de un momento único. Era la primera vez que hablaban, y la primera vez que le preguntaba su nombre en clase y la clase desviaba la atención de los alumnos y la suya. No era una identificación o una referencia, o la voz de un testimonio, ni menos aún su reflejo o un certificado de algo vivo o congelado en una cédula. Era el valor de su pregunta, y el valor que le daba su profesor al conocimiento. Aun cuando su nombre exaltaba la división de lo que podía hacer o tener. Como ella reconocía su voz, y mucho antes su ausencia y su imaginación. Esos chicos, chicos y adolescentes, adultos, ignoraban tanto como sabían que podían quedarse afuera como las cosas que leían, escuchaban, decían, veían, pensaban o creían. Lo veía, esa maqueta estaba ahí y cuando se iba. Un mundo en el que había sabiduría y temían perder lo desconocido. Temían o creían como hombres sabios y eruditos. Hombres antiguos en un mundo estable que no conocía exilios. Mundo redondo con sumas y restas. Mundo en un mundo posible o proclive a un futuro de pasados muertos. Mundo bordeando un límite como un niño el permiso de su padre. También ella temía. Posibilidades o la incertidumbre de lo desconocido. Preguntas que no hacía y sabía que no haría. Temía dejar de preguntar. Temía algo que compartía y no podía animar. Conversaciones. Estar, no estar, esperar, convocar. Temía olvidar. O que el presente careciera de voluntad. Como si se volviera involuntario por algo que podía estar o no estar sin salir de su reducido lugar ni depender de la indefinida e imperecedera voluntad. No estaba ella ni lo que hacía ni dónde lo hacía y suponía cerca y aún podía pensar. Cuando de espaldas se alejaba del día y miraba la calle que no quería cruzar. Aún existía. Aun cuando algo triste no era recordado. Algo que sentía tan suyo cuando no era de nadie y no había nadie que la pueda limitar. Blanca y negra recostada en la cama. Corriendo en la plaza buscando un refugio y el mismo recorrido que volvía a mirar. Tan fácil, tan sencillo, tan ajeno a ocupar un lugar. Parecía ser una más. A veces pensaba en lo que había escrito. En haber estado pendiente con las mismas cosas en el mismo lugar. Y se extrañaba cuando imaginaba otro lugar y su silencio fluctuando entre ella y la consecuencia de callar. Estar pendiente, presentir o callar, el silencio semejante a quien no pertenecía. Tan poco y tan sencillo parecía como la luz que nunca se iba del mismo lugar. No era la calle, la mañana repetida, la esquina que esperaba en la avenida, el barrio, la ciudad, las partes funcionando noche y día. Ni siquiera lo que las hacía distintas y emblemas de un souvenir o una postal. Cuando comenzó a redactar su tesis pensaba que no había inmovilidad, aunque estaba convencida de que una imagen debía fijar lo que desarrollaba. Como la foto invariable de un carnet. O la caligrafía de quien escribía sus cartas impregnando en la lectura su cara y la genealogía de un recuerdo que continuaba. Los soportes habían cambiado, pero sus contenidos no necesitaban citarlos. Como si fuese útil distinguir de qué estaban hechos y la recurrencia de lo que habían hecho o estaban haciendo. Quizás, notas a pie de página sin la falacia fija de una imagen, y en cambio la suspensión del relato para que una interpretación ocupe ese momento enriqueciéndolo y su naturaleza siguiese prescindiendo de la cronología precedente y consecuente. Frases de una o dos oraciones siguiendo un sentido lógico. Aquello que podía pensar y se perdía en la invención de una probable oralidad. Dialogar requería un aprendizaje que su profesor insinuaba, y ella maduraba pero no lo encontraba en su absorta individualidad. Nadie podía ser testigo de sí mismo. Solo podía aceptar su responsabilidad. De lo contrario la vida sería la imagen de sí misma. Pasaría, la vería pasar y perpetuar su soledad. Afuera, mucho más lejos, donde pocas veces llegaba, los zorros formaban una colonia que aumentaba o disminuía cuando la colonia de conejos ocupaba la función complementaria de un cíclico equilibrio. En su barrio también había grupos de adolescentes o adultos en la intemperie de la mañana o la noche, y cada vez que caminaba hasta la casa de una amiga se daba cuenta de su autonomía, libertad, independencia, en lo que la hacía posible sin estar presente, solamente la idea en las calles vacías que más tarde su amiga reconocía. Se asombraba con el espacio vacío de las ciudades y el salvaje de los zorros y conejos, y que compartieran lo que podía sentir y había vivido palpando una experiencia. Como encontrar una flor silvestre sin nombre y apellido. Sin letras que formaran palabras imaginarias o registradas en los libros de historia. Como mapas diseñados en una escala reducida y reduciendo el espacio ocupado por países divididos por las líneas imaginarias de sus fronteras. Pensaba en la imposibilidad o posibilidad de explicar las imágenes de su tesis y sus formas arbitrarias, personales, exentas de garantías que las considerasen ciertas, o negasen la libertad de sus intenciones exigiendo causas, fuentes, nombres, motivaciones, su existencia misma o sus razones.