El Espacio de arte Osde presenta hasta el 27 de abril una antología de Carlos Gallardo (1944-2008) que abarca el período que va desde los primeros años ochenta hasta su muerte, y que se destaca por ocuparse integralmente de su obra. La muestra cuenta con la curaduría de Mercedes Casanegra.

En sentido cronológico, las primeras piezas exhibidas en la muestra son los afiches que realizó para el Teatro San Martín, a partir de 1983. Como se explica en el catálogo, “Allí realizó cerca de veinte afiches, como los de la obra Galileo Galilei, el de una presentación de Susana Rinaldi, entre tantos otros, además del institucional del Teatro”.

En el mismo desplegable se continúa con el hilo cronológico, trazando el itinerario creativo de Gallardo: “En 1984 comenzó a trabajar junto con Mauricio Wainrot en instalaciones de escena y vestuarios de las obras dirigidas por este en el Teatro San Martín. Se habían conocido a fines de los 70 y fueron inseparables compañeros de vida y de labor artística conjunta. Las escenografías e instalaciones en escena y los vestuarios de ballet lo ocuparon de modo tal, que tomó la decisión de dejar la gráfica”.

Los principales núcleos de la obra artística de Gallardo fueron el tiempo y la memoria y derivaciones temáticas de estas preocupaciones centrales, como la fugacidad y la permanencia. 

Como explicó el propio Gallardo en una de las entrevistas que le realizara quien firma estas líneas: “Siempre estoy atento a la aparición de elementos opuestos; a la energía de algo que fue o que está por irse”. 

En ese ida y vuelta circula parte del efecto de su obra, en el movimiento de lo que está por irse pero aún no se fue. Ese vaivén, tomado también como mudanza, traslado, como viaje, como errancia, como nomadismo, amplían los temas de sus trabajos. Rápidamente se deduce que Gallardo tematizó su vida en la obra. Por eso, su condición de viajero permanente, también es tema de su obra: el movimiento y los viajes continuos eran vistos por Gallardo como un fluir de interrelaciones, a veces notorias, a veces en clave poética, a veces accidentales y caprichosas. Como su fuera una composición en tres movimientos, podría hablarse de la trasposición a la obra del movimiento físico real, del movimiento metafórico y también del movimiento vital.

Como puede verse en la exposición, que también da cuenta de sus puestas escenográficas y vestuarios, Gallardo logró la convergencia e interdependencia de ambos mundos, como artista visual y como escenógrafo, potenciando la visualidad en sus “instalaciones escenográficas” y teatralizando su obra como artista visual.

Para seguir con su itinerario de vida, puede decirse que fue un artista autodidacta y tardío, que comenzó trabajando como diseñador gráfico hasta que a los cuarenta años recibió un premio consagratorio, el Lápiz de Plata de la Bienal de Diseño, por sus afiches para el Teatro San Martín; reconocimiento que consideró como un buen final para esa actividad. Entonces comenzó a dedicarse de lleno a las artes visuales.

Tanto en el diseño que abandonó en 1984, como en la escenografía y el vestuario (que comenzaron al año siguiente, poco después de conocer a Wainrot), la producción está marcada por un carácter funcional, y allí aparecen ciertas limitaciones que impone la función a la forma: eso no sucede en las artes visuales, donde se amplían las fronteras: por eso el salto cualitativo de Gallardo fue el de moverse hacia el riesgo que supone abandonar toda función exigida desde afuera, para concentrarse en generar paradigmas propios: obras sin función o, en todo caso, con funcionamientos poéticos.

A partir de entonces su obra fue la caja negra donde se transformaba su vida pasada. Como puede verse en la exposición, su obra incluye cartas personales, agendas de muchos años, documentos –propios o familiares–, colecciones de objetos, etc. Toda esa colección de papeles pasó a formar parte de su trabajo más personal, como si se tratara de un diario en clave.

Su obra atravesó distintos medios expresivos, pintura, objetos (construidos o encontrados), cartas, mecanismos varios, calendarios, buzones, máquinas de escribir, resortes, inscriptos en  polípticos, instalaciones, fotografías. Y de manera constante, la palabra como parte de la obra.

La obra de Gallardo, a pesar de su entrada relativamente tardía al campo de las artes visuales, tiene la marca generacional del peso existencial y el carácter dramático. 

Detalle de Destiempos [15 años de agendas] (1994), de Gallardo.

La terminación obsesiva y cuidada de la obra, que avanzó hacia lo conceptual, enfrió el componente dramático, incluso cuando empezó a transformar lo dramático en específicamente teatral, porque generó un mecanismo cada vez más artificioso, una mirada crítica y una toma de distancia que atemperaron la matriz existencial. 

En la exposición se muestra una serie de obras de su última etapa, que exhiben humor (ligado al modo de incluir pequeños muñequitos como puede verse hace décadas en el trabajo de Liliana Porter). Los muñequitos insertados en las fotos generan un efecto cómico. Se trata de un encuentro de mundos, mutua y sutilmente desfasados, que al mismo tiempo que afirman la presencia humana en el marco de ciertas actividades; la colocan como una ensoñación o en lugar de la ficción. Es una serie ligada con el tópico del teatro del mundo, que no solo fue fijado por Lope de Vega sino que responde a toda una tradición literaria y filosófica. El humor además surge por el contraste y la escala.

En la serie “Destiempos” los muñequitos –fotografiados entre estructuras con frases y engranajes (al modo de la escena clave de Tiempos modernos, de Chaplin)– están varias veces ampliados, de un modo casi monstruoso. Si en (la ínfima) escala real se veían perfectos en su realización industrial; sin embargo cuando se agigantan fotográficamente se vuelven dramáticos, lucen imperfectos, derretidos, como inacabados y en estado de transición: la risa se vuelve mueca.

Varias de sus series, a lo largo de los años, tienen nombres en latín. Gallardo hace un uso ideológico de estos títulos, porque busca la memoria lingüística y etimológica en una lengua que quedó como vestigio religioso y filosófico. El “teatro del mundo” es un tópico literario y teatral que funciona como cita arqueológica en Gallardo, donde teatro y vida se identifican en un juego de relaciones complejas y al mismo tiempo equívocas. En este sentido podría decirse que, paradójicamente, su obra es al mismo tiempo clásica y barroca. Pero su trabajo nunca llega a ser oscuro, siempre logra decir algo claramente, sin énfasis pero al mismo tiempo sin vueltas. La citas poéticas (durante muchos años con la transcripción de poemas de Olga Orozco; y más cercad del final, con citas de Hugo Mujica), los títulos, la presencia de maquinarias, de relojes, de almanaques, etc., resultan, por momentos, literales. 

Como se describe en el catálogo: “De manera simbólica, la instalación Finale (2003), un conjunto de doce atriles, se halla en el centro de la sala. Solo que aquí, en lugar de pentagramas, se trata de cartas que tienen un baño de acrílico traslúcido que las protege del paso del tiempo pero, a la vez, ya no permiten la lectura de los textos”.

Gallardo no esconde sus temas y preocupaciones, sino que los exhibe abiertamente. Y el artificio, el cuidado formal, agrega un componente retórico para marcar distancia. 

* En el Espacio de Arte Osde, Suipacha 658, 1er piso, hasta el 27 de abril.