Mae West y Kate Winslet fueron ella, o eso, imaginaron ser. Mabel Stark fue doble de cuerpo de West, domadora de circo y novia de Cary Grant en  I’m no angel (1933), y un deseo sin cumplir de Winslet, quien  abrigó poses y enredos felinos frente al espejo para protagonizar la película que no filmó sobre la vida de Mabel. Ser Mabel por un rato, ser esa mujer que oía de cerca el aliento de los tigres en la dicha de un sueño que solo la ficción hace posible. En la vida real, y con el circo lleno, el público esperaba el momento de las dos palabras: “Dejalos venir”, decía Mabel y se abría la puerta de la jaula. Los que “venían por la rampa” eran los tigres, dieciocho. Mabel Stark fue la domadora de tigres más famosa, y su propia historia se cuenta en competencia con la adrenalina de aquella jaula. Las versiones dicen que fue hija única y también hermana de seis, la mayoría la hace nacer con el nombre de Mary Haynie en el condado de Smith, Tennessee, o en Kentucky aunque Canadá también porta derecho de cuna. La orfandad de infancia (su mamá y su papá murieron casi al mismo tiempo) asoma en casi todos los relatos (la diferencia es un tema de edad, saber si en ese momento tenía 11 o 15 años), y también una tía que la cuidó con más obligaciones que deseos. Aparece además una historia de hospicio y una “posible ligadura de trompas como solución a sus problemas psíquicos”. Antes de llegar al circo (a fines de 1910), Mabel fue enfermera y bailarina “hoochie-coochie”. Cuando llegó el circo, llegaron los tigres, los matrimonios (cinco o seis, según las crónicas), y Rajah, el tigre que cuidó desde cachorro y con quien se convirtió en estrella.  La lucha actuada no era más que un acto sexual. Entrenado por su dueña, Rajah se lanzaba sobre ella y eyaculaba. (Mabel tuvo que cambiar su ropa negra por una blanca para que el público no viera el semen). Lo que parecía una ataque cruel que solo auguraba la mutilación inminente era en realidad, según escribió en su autobiografía –Hold that tiger (1938)–, “el momento en que Rajah se aliviaba sexualmente”.  Los desgarros y las cicatrices llegaron después, casi no había parte de su cuerpo que no tuviera una y varios de sus músculos habían quedado entre las garras de alguno de los dieciocho: “Zoo soltó un profundo gruñido, me mordió la pierna otra vez, me dio una sacudida, plantó las garras de su patas delanteras en lo profundo de mi carne y comenzó a masticar”. Después de algunos días de hospital y cuatrocientos puntos de sutura, Mabel volvió a la jaula. Un documental, Mabel, Mabel, Tiger Trainer de Leslie Zemeckis y una biografía novela, The Final Confession, de Robert Hough, suman ficción a la proeza cruel, oscuridad, luna nueva y misticismo.

Siempre dijo que se había casado sin amor -salvo una vez- y por razones prácticas, y que su deseo era morir en manos de un tigre pero que al mismo tiempo sufría pensando en lo que le harían por haberla matado. Aquel deseo temeroso no se cumplió. Sin trabajo, después de cuidarlos y trabajar con ellos durante más de cincuenta años, a pesar de que le habían dicho que ninguna mujer podía entrenar tigres, y enterada de la muerte de uno de ellos (le dispararon  porque se había escapado), murió tras una sobredosis de barbitúricos.

Los tigres ya no estaban, los había dejado de ver pero en ese dejar no les sacó la mirada ni una vez.