No es mi película favorita. De hecho, no me acuerdo mucho de la película. Me acuerdo que Julieta Diaz lo llamaba por su apellido a su marido, Daniel Hendler. “Perelman” le decía. Que Adriana Aizenberg hacía de una secretaria. Creo que Fanny se llamaba. Y que Arturo Goetz era su jefe y amante. De profesión abogado, como mi papá. Me acuerdo de una puerta con un vidrio esmerilado de una oficina en Tribunales en una escena. Tanto más no me acuerdo.

Durante mi primaria, yo había sido extra en una de las primeras películas de Daniel Burman; Esperando al Mesías (Se ve mi papada en un coro de niños judíos). Por eso conocía su obra, y en mi casa su nombre era lo más cercano al cine argentino y judío que teníamos. Era el referente que nos representaba a la clase media judía argentina en la pantalla grande. 

Me había gustado mucho la primera vez que  vi Derecho de familia en el cine, se ve, así que decidí alquilarla en dvd para volver a verla. De los primeros y últimos dvds que alquilé. (Porque lo de alquilar dvds fue una moda que no duró demasiado). Esta vez vería la película con mi papá. Al que se le había muerto el padre hacía menos de un mes. Mi abuelo Simón. Sentí que ver una película que hablara sobre un padre y un hijo, podría servir para unirnos en algo y al mismo tiempo podría ser catártico para él, porque representaba el mundo de los abogados en Buenos Aires, un poco literal mi suposición. 

Era verano y cuando era verano en mi casa, mi papá y mi mama llevaban el colchón de su pieza al living, el único ambiente con aire acondicionado del departamento. Fue así que una mañana cuando ya estaban despiertos, me dispuse a ver el dvd en el living, acostado en el colchón junto a mi papá.

Y la película transcurrió.

Y yo la miraba y por momento lo pispeaba a él, a ver cómo la estaba pasando, si conectaba con lo que estaba viendo, qué se le pasaría por la cabeza, pensaba. Quería entender si la película estaba haciendo ese efecto catártico que yo imaginaba que lograría en tan poco tiempo. 

El film avanzaba y yo sabía que se avecinaba un momento muy duro en la trama.

El personaje de Goetz. El abogado grande. “Perelman padre”, como le llamaban. Se iba a morir.

Esperé con ánsias ese momento para ver la reacción de mi padre. Con una dudosa ingenuidad quería ver si finalmente le iba a servir ver la película para poder exorcizar el dolor de su pérdida. Por un lado quería ayudar a sanarlo –porque a veces pensamos a la tristeza como una enfermedad que curar–. Por el otro, segura e inconscientemente había un lugar de morbo en mi, que quería escarbar en el dolor de duelo que atravesaba mi papá.

El personaje de Goetz se muere. 

El padre muere.

Y mi papá llora. Llora y solloza como nunca lo había visto. Como un nene cuando llora sin poder ni querer parar. Lloraba tanto en el colchón del living que yo no sabía si frenar la película. Si es que la estaba disfrutando o padeciendo. Si se estaba cumpliendo el objetivo que me había propuesto. No sabía si contenerlo o reírme. Mi papá se levantó y se fue a su cuarto. Sin colchón. (Me pregunto dónde se habrá sentado el rato que estuvo adentro).

Yo me enojé por un momento. Su angustia me dio unos celos terribles. Pensé, celoso, que mi papá lloraba porque lo quería más a mi abuelo que a mi. Que le parecía más importante llorar la muerte de su padre, que compartir un rato con su hijo. Eso pensé. Como si fueran emociones que se pudieran comparar. Como si fuera que el amor y el dolor se pudiesen medir con la misma vara.

Los celos duraron unos segundos, no más.

Le puse “pausa” a la película con una sensación de culpa que nunca voy a olvidar. Mi mamá me miró y en silencio me hizo con su rostro una expresión de enojo que le hacen los padres y las madres a sus hijes cuando quieren obligarnos a les hijes a que vayamos a pedir disculpas. Pasó un rato y entré a su dormitorio a pedirle perdón. Nunca más hablé del tema, ni él vio el final de la película. Cómo si los finales de las películas fueran tan necesarios como nos quieren hacer creer. Cómo si resignificaran todo lo que fue la película que acabamos de ver y fuese lo más importante. Como la muerte y la vida. Que cuando muere un ser querido se los piensa como el muerto que es hoy y no por todo lo vivo que fue. Como si el final de la vida fuera más importante que todo lo anterior.

Ese momento de conexión, o desconexión padre - hijo que tuve con mi padre llorando esa mañana de verano acostados en el colchón del living con aire acondicionado, me lo mantiene vivo a él como lo que fue y no como el muerto que me quieren hacer creer que es hoy. Porque el final de las películas no es lo más importante de las películas, como la muerte no es lo más importante de la vida.


Iair Said Es actor y director de cine. En televisión participó de Guapas, La leona, Eléctrica y Tiempo libre, entre otras. Su primer cortometraje como director, 9 vacunas, fue ganador del Bafici 2013. Presente imperfecto, su segundo cortometraje, fue seleccionado en la competencia oficial del 68° Festival de Cannes año 2015. Su película Flora no es un canto a la vida se presenta todos los viernes a las 19 en el Malba y fue ganadora del Fondo Metropolitano de la Ciudad y de la Bienal de Arte Joven.