Si el mapa genético de todo escritor se revela en sus lecturas, una de las diferencias que podría existir entre el crítico y el narrador de ficciones es el modo en que vive la literatura, en el sentido  metafórico pero cabal de habitarla. En Cómo ser malos, Gonzalo Garcés reúne cuarenta ensayos donde aborda sus preocupaciones más íntimas en relación a la literatura como un arte que fue y será capaz de cambiar el aparente orden natural de las cosas, es decir, construcciones culturales donde el poder de turno cabalga sobre los discursos para naturalizar y hacer invisible otras intenciones. Partiendo de reflexiones en torno a la formación del ser nacional donde lenguaje y geografía se entrelazan para generar vínculos entre Argentina y el Facundo de Sarmiento, Buenos Aires y  Bioy Casares, Cortázar junto a Lawrence Durrell, o el Martín Fierro como concepto de libertad cruzado por El gran surubí de Pedro Mairal, por mencionar solo algunos temas que incluyen “La cosa con el país natal”, primero de los cuatro capítulos que integran el libro, Garcés se  interroga sobre qué vendría  a ser el best seller culto, responde a la pregunta de qué hace política a una novela y analiza, entre otras, las obras de Roberto Bolaño y Abelardo Castillo para luego establecer un puente tendido  entre  César Aira y Borges y analizar el lugar que ocupa el debate dentro de la crítica literaria argentina. “En la crítica literaria argentina se oponen dos términos muy burdos; de un lado estaría la convención, las “historias bien contadas”, la repetición de fórmulas que entretienen al lector sin desafiarlo”, escribe Gonzalo Garcés a modo de prólogo, “y del otro lado la ‘vanguardia’, el riesgo, el abandono de la trama, el trabajo sobre el lenguaje. Para empezar, es un hecho que el género ‘novela arriesgada’ ya tiene tantas reglas como la ópera clásica: tono desapegado, inverosimilitud, ligera ironía, fragmentación, etcétera. Como dice Pierre Jourde, en el mundo cursi de la literatura contemporánea los escritores pastan detrás de sus rejas culturales. En sus sueños son subversivos, amenazan el orden establecido; en la realidad son especies protegidas”.

¿Pensás que en Argentina no hay debate?

–Claro que hay debate. Una de las grandes virtudes del campo literario argentino es la gran cantidad de debate que tiene. Lo que a mí me gustaría es un debate impersonal, un debate de ideas. Hay factores que conspiran un poco contra la posibilidad de discutir,  porque acá todo tiende a personalizarse mucho. Si digo que un escritor se equivoca en tal o cual texto, se empieza por suponer que represento a tal o cual facción opuesta, y se juzga lo que dije en función de eso. Se presta más atención a lo que supuestamente represento en términos de ideología, clase o posicionamiento en la industria editorial, antes que a la crítica que estoy planteando.

 Hace poco entrevistaste a Michel Houellebecq en su paso por Argentina. ¿Es una clase de escritor que te interesa en ese sentido de polemista? 

  –Sí, es cierto. Además es un escritor que maneja los medios como ningún otro desde Sartre, tal vez. Por otra parte, para mí en Houellebecq está el camino abierto al realismo del siglo XXI.  Incorpora  elementos de la conciencia contemporánea, desde el principio de incertidumbre pasando por el devenir de la revolución sexual de los sesenta, la sociedad de consumo y el rol de la religión enfrentada al mundo laico. En un momento dado, a comienzos del siglo XX, el realismo parece agotado y los escritores dominantes de ese período, el Nouveau Roman francés, ceden el campo de lo real a la ciencia y se repliegan en los experimentos formales, en la construcción de maquinitas estéticas de baja densidad intelectual, considerando que en el campo del realismo no hay nada más que hacer. Nathalie Sarraute en su libro La era de la sospecha, lo dice con todas las letras: no hay nada más decir sobre la sociedad, no hay ninguna historia más que contar, no hay más personajes que armar. Hasta que aparece alguien con una red lo bastante amplia como para atrapar a esos peces conceptuales hasta entonces se habían escapado y nos devuelve una imagen totalizadora de la conciencia contemporánea.

¿En ese sentido, en el lado opuesto estaría  Cortázar, por ejemplo?

  –Son cosas distintas. Para mí, la palabra clave de gran parte de su obra es cohibición. Lo pondría en paralelo con Salinger. Ambos son escritores asociados con la adolescencia, rodeados de un aura romántica. Además comparten ciertas características como el vitalismo y la creencia de que todo es posible. Pero si vos los leés con detenimiento, lo que tienen para ofrecer es casi lo contrario. Cortázar es un escritor en el que cada línea parece pensada para activar nuestro sentido del ridículo. ¿A qué apela Rayuela, si no es a nuestro sentido del ridículo, cuando escribe que allá, en Buenos Aires, escuchan los refritos musicales que toca ahora Louis Armstrong como si fueran una maravilla? En la genética cultural argentina uno de los rasgos que pasó de generación en generación es la tendencia a suponer que la vida está en otra parte, como decía Rimbaud, que lo esencial no sucede aquí. Cortázar, en vez de desmontar el estereotipo, nos confirma que nuestra cultura es colonial y que no sabemos nada. 

¿Y por qué se renuevan sus lectores?

  –Siempre hay una parte de los lectores que busca instrucciones para vivir. No estoy seguro de que eso sea malo. Pero si voy a leer a un escritor, digamos, sapiencial, entonces la pregunta se impone: ¿qué enseña? Henry Miller también escribe libros sapienciales, pero es un escritor que desinhibe y es capaz de reconciliarte con tu propia estupidez. Yo no quiero escritores que me enseñen a hincarme ante el fulgor del intelectual cool: quiero escritores que me inviten a salir  a la aventura, aun con  ideas que no comparto. Algo de esto había en Fogwill, aunque creo que, como escritor, a Fogwill lo malogró el miedo.

¿Por qué decís que tuvo miedo?

  –Porque tenía miedo de ser ilegible. Moralmente ilegible. Fogwill era reaccionario: escribió En otro orden de cosas, que es una novela solapada y avergonzada de ser lo que es. ¿Y qué es? Una glorificación pura y dura de la dictadura. Narra la historia de un sujeto que empieza en una organización armada. En la época de la represión, la abandona y progresivamente empieza a identificarse con el nuevo orden de cosas y descubre lo magnífico que es el mundo real en contraposición al mundo vago de conceptos abstractos en el que vivía antes. El personaje trabaja en la construcción de una autopista y, excavando los cimientos, descubre esqueletos humanos en un cementerio clandestino. Entonces tiene su epifanía: lo que vale la pena se construye sobre cadáveres. En otro momento Fogwill desliza un concepto de psiquiatría, la convulsión exonerativa, que define como la tendencia a producir catástrofes aún mayores para evitarse el castigo por un delito menor. Esto lo traslada al rol de la dictadura: la transgresión mayor de la dictadura habría sido la transferencia de riqueza hacia la clase alta y los desaparecidos, la convulsión exonerativa. En un momento dice esta frase fenomenalmente reveladora: “Las cosas que se hacen contra lo recomendable, si se triunfó, deben computarse como causas de la victoria”. En la visión del narrador, es evidente, la dictadura representa una victoria. Bueno, yo no simpatizo con ninguna de estas ideas, pero estoy a favor de la claridad en la literatura. Y creo que también los escritores reaccionarios y hasta siniestros hacen falta. Lo que pasa es que el aspecto feroz de Fogwill, en el fondo, despistaba. Sus ideas realmente problemáticas quedaban ocultas. Su posición reaccionaria y antiprogresista es profundamente extraña dentro del campo literario argentino, pero eso, que me parece un valor en sí mismo, está escondido en la niebla que Fogwill llevaba en su apellido. Como lector, yo hubiera preferido menos pudor, menos disimulo. Fogwill pudo ser un escritor demoníaco y se quedó en polémico.

Cómo ser malos. Gonzalo Garcés Letras del sur 298 páginas