A Seat At The Table, el tercer disco de Solange Knowles, está especialmente dirigido a la comunidad negra, pero ha encariñado al mundo entero desde su lanzamiento hace ya unos meses. Su belleza fluida, suave, sin impactos; su poesía seria dicha dulcemente, pareció el apretón de mano, la mirada sincera que necesitaba un año hostil al que faltaba llegar la mala noticia definitiva. Son las canciones que eligió Obama para su despedida el pasado 6 de enero en la Casa Blanca, donde Solange se presentó acompañada por la banda The Roots. La performance la puso a la altura de su hermana, que cantó en la inauguración de 2013 y el cumpleaños de 50 de Michelle en 2014, y ya estaría bien si su nombre dejara de contener ese forzoso aclarativo. Aunque ciertamente Solange siempre llevó con estilo haber nacido hermana de Beyoncé. Tal vez el mundo haya visto más el video del ascensor donde pelea con el cuñado, el superpoderoso Jay Z, que su increíble performance con B.B. King en Chicago en 2011, pero son injusticias clásicas de la industria del entretenimiento. A Seat At The Table, 21 tracks de piezas finas intercaladas con testimonios de los padres y el rapero ejemplar Master P, está separado por unos meses del monstruo audiovisual Lemonade, donde Beyoncé descubrió su profundidad: sus intimidades domésticas, el orgullo por su historia negra. Un nuevo trabajo de Solange, la eternamente comparada, la necesariamente menor, el mismo año de Lemonade, un álbum que cita a una abuela, que muestra a una pareja de estrellas perdonándose, con una anticipación como la que fue “Formation”, es al menos anecdótico. Pero la razón no: Beyoncé ya había tomado la decisión con su obra majestuosa anterior Beyoncé (2013) de no acatar más ningún tiempo que no fuera el suyo, y Solange con este disco –que confeccionó como hormiga completamente: letras, instrumentos y producción– quiso hacer lo mismo: lanzarlo inmediatamente después de terminarlo. 

De esa manera fue coherente con el proceso orgánico, de tiempos personales, que significó A Seat At The Table. Solange tiene 30 años y un hijo de doce, Julez. Del padre se divorció a los 21, antes de lanzar su segundo disco, el exquisito Sol-Angel & The Hadley St. Dreams (el debut, Solo Star, es de 2003). Su pareja actual es el director Alan Ferguson. Los tres viven hace casi cuatro años, los que tomó armar el disco, en Nueva Orleans, Louisiana, de donde es originaria la familia materna de las Knowles (la paterna es de Alabama; ellas se criaron en Houston, Texas). Solange quería conectar con esas raíces –específicamente, las de New Iberia, de donde el Ku Klux Klan expulsó a los abuelos–, que este disco fuera el resultado de un trabajo de auto descubrimiento y reflexión, y la familia la apoyó. En tierras más bien ignotas donde no alcanza la red Airbnb, costó encontrar un lugar donde instalar el estudio. Finalmente consiguió una casa en un pueblito llamado Patoutville, un lugar con una energía particularmente densa, según una asistente, una persona conectada con cuestiones espirituales. Hicieron las averiguaciones y resultó haber sido una de las siete plantaciones más grandes de la zona por la cantidad de esclavos que manejaba, y las personas que lo arrendaban, familiares lejanos suyos. Cuenta Solange que iban al pueblo a escuchar música Zydeco y las personas la reconocían: algunos le decían que eran primos lejanos. 

El último mes la revista Interview dio otra edición memorable, con entrevista a Solange por Beyoncé, una conversación por teléfono. El principio es necesariamente memorabilia y elogios, pero en el transcurso se ve el verdadero interés y respeto de Beyoncé por el nuevo álbum de la hermana. Le pregunta cómo se sintió elaborando las visuales con el marido, y Solange reconoce que siguió su consejo al animarse a hacerlo. Que temía contaminar su vínculo más sólido con trabajo, perder la sensación de resguardo que le daba volver a la casa con él. Y en el último tiempo lo hacía rendida, emocionalmente exhausta, y era Alan Ferguson quien la animaba para arrancar al día siguiente, y quien conocía todas las intimidades del disco, y finalmente el más adecuado para dirigir los videos: “Sólo alguien que me ama aceptaría filmar 21 escenas en una semana, escalar montañas y literalmente cruzar cascadas con un equipo de un millón de dólares atado en la espalda”, dice sobre las bellísimas imágenes de “Cranes In The Sky” y “Don’t Touch My Hair”, una oda a eso que aprendió de su madre peluquera, que es una falta de respeto tocarle el pelo a una persona negra porque resulte llamativo: “No entienden lo que significa para mí”, canta. 

 Beyoncé también le pregunta por la imagen de portada del disco, ese primer plano de ella con inexpresividad religiosa y los clips en el pelo. Solange dice que quiso generar una experiencia de cercanía e intimidad, que se inspiró en la Mona Lisa. Los clips no eran para mostrarlos en principio, pero al verse con ellos sintió que el peinado sin terminar representaba la vulnerabilidad e imperfección de una transición: “Aguantar hasta que puedas llegar del otro lado”, dice. Solange siempre pareció una mujer más brava que la hermana; tal vez el afro y su fabuloso gusto para vestirse condicionen la impresión. Y desde ya ser menos famosa le ha dado otras licencias. La escena del ascensor -Beyoncé inmóvil y Solange a los manotazos y patadas –nunca se supo qué hizo Jay Z para enojarla tanto– terminó de completar el cuadro. A Seat At The Table es ahora su momento de mayor ternura. Aunque sea música básicamente de protesta, es la voz de alguien templado y lleno de amor que no necesita hablar fuerte ni ofuscarse para decir lo que siente, para entablar una conversación que llegue a todo el mundo.