Antes de que abandone el galpón en donde pasaron la noche juntos, ella consigue que confiese la verdad de su oficio, del arte que lo obliga a someter y transformar el barro. Ella no quiere su nombre, ni la certeza de su dirección porque sabe que ese dato único le permitirá encontrarlo en los pueblitos de esa pampa triste que los ampara.

Así es Felipa Guzmán, una chica pobre que se define en la confianza de decir que no. Allí descubre un nivel de reflexión sobre los hechos que la lleva a sobrevolar la escena. Sus parlamentos son de una naturaleza propia, distintos. Pensamientos que disparan acciones para desplumar las certezas vacías de su entorno. 

El modo en que Felipa elude el matrimonio al encontrar en la candidez de su amiga Ovidia la destinataria perfecta para ese muchachote simple que es Heriberto, habla de la astucia para develar una trama social flexible, por momentos, a la sublevación que esta mujer joven de los años cuarenta ensaya cuando logra adueñarse de una estrategia. 

En esas escenas intempestivas, donde se producen vuelcos veloces y afortunados, Celeste Gerez y Jesús Catalino realizan un juego brillante, poblado de comicidad, donde la ingenuidad de Ovidia y Heriberto no disimula el drama de clases que Felipa presiente en la simpatía desconcertante del dueño de la estancia. Ellos son las figuras obedientes de un libreto que no escribieron. Ella se libera al diseñar las escenas de su vida. 

El amor que la tiene prendada y que saldrá a buscar como un modo de estar más cerca de su deseo, le sirve a Eichelbaum para discutir un tipo de masculinidad que estaba muy arraigada en las voces del tango. Este autor, que es conocido por Un guapo del 900 y no por esta obra de avanzada , entra en tensión con las configuraciones tangueras al someterlas al filo de la inteligencia femenina.

Juan Antonio, un hombre al que Daniel Hendler interpreta con un destello de crítica para complejizar las creencias y fragilidades de ese mujeriego que se desentiende de sus conquistas, aparece como el reflejo de una masculinidad pueril, que solo encuentra un sustento cuando interviene el discurso de Pilar, su madre que Marita Ballesteros presenta con eficacia y bríos. Pájaro de barro rescata esa rebelión incipiente que se daba en secreto, en el diálogo de dos mujeres que quieren, de manera diferente, cambiar ese trazado que las anula y condiciona. Donde la posibilidad de entenderse es todavía débil aunque palpable en esa amistad que se respira entre Felipa y Pilar.

Eichelbaum piensa a Felipa como una heroína trágica inflexible. Su conducta es una lanza que ella esgrime frente a ese armado político que no la reconoce. En esa distancia que la puesta de Ana Alvarado sostiene como la estructura que permite reforzar el punto de vista de Felipa, aparece el componente moderno de esta versión. El narrador que se ocupa de darle voz a las didascalias preciosas que escribe Eichelbaum opera como un modo de señalar la presencia del autor en escena .La ficción permite vivir y pensar los hechos.   

Si la belleza de Lucía Tomas recuerda a Tita Merello, la interpretación que realiza  tiene el encanto de una tristeza alborotada. Tomas entra en su personaje como a una selva oscura donde ella ilumina su alegría joven, su modo deslumbrante de tomar la vida por los hombros y sacudirla hasta desplomarse juntas. A lo largo de la obra compone un palacio, una actuación delicada y virtuosa que envuelve e impulsa a imaginar que Felipa podría marchar en la calle con las otras chicas que, como ella, pueden amar desaforadamente pero saben decir que no.

Pájaro de barro se presenta de jueves a sábados a las 20.30 y los domingos a las 20 en el Teatro Regio.