Abogado, actor, activista, compositor, cantante pero, por sobre todas las cosas, salsero, Rubén Blades recibe el tratamiento oficial (y con aires de documento definitivo) de la mano del realizador panameño Abner Benaim, confeso admirador del músico y, según se desprende de varias entrevistas periodísticas, amigo personal desde el momento en el que le mostró su primer largometraje, la comedia Chance (2009). Esa comunión entre director y homenajeado es un arma de doble filo. Por un lado, la cercanía y la confianza del autor de “Pedro Navaja” con el responsable de retratar su vida en pantalla es el elemento que, con toda seguridad, permitió que el simple anecdotario le ceda el lugar a la autorreflexión. Incluso a la confesión. Por el otro, son esas mismas virtudes las que acercan a este documental, en ciertos momentos, a la hagiografía. Pero son las instancias menos “santificadas” las que permanecen en la memoria, como cuando Blades afirma sin tristeza que tiene más pasado que futuro, una frase que no muchos artistas serían capaces de articular y hacer pública.

“Yo no me llamo Rubén Blades”, afirma en otro momento, poco después de visitar el edificio donde vivió durante una parte de la infancia, en la ciudad de Panamá. Acompañado por la cámara y el equipo de rodaje, el cantante se detiene en un rellano e improvisa una versión a capella de “All the Way”, el clásico de Frank Sinatra, escena emotiva que, a la vez, confirma el amplio espectro sonoro de su voz. A partir de allí, la película recorre su carrera de manera más o menos cronológica, desde la grabación de una de sus primeras composiciones a finales de los años 60 hasta sus giras más recientes. Incluyendo, desde luego, el punto máximo de popularidad, cuando “Plástico” convocaba a decenas de miles de fans y la unión creativa con Willie Colón le aportaba complejidad musical y política a un género hasta ese momento asociado con el baile y la distención.

Amante obsesivo de la historieta (la película exhibe en todo su esplendor una inmensa colección de comics y figuras de acción, con más de un incunable), Blades ha sido un neoyorquino de pura cepa desde su mudanza a los Estados Unidos hace varias décadas. Según afirma en uno de los momentos más reflexivos, las paradojas de una vida sin dificultades económicas -lograda merced a las letras de algunas de sus canciones, descripciones de la pobreza y la marginalidad- le han generado más de una contradicción ética. “Por escribir sobre las dificultades de la gente estoy ganando dinero y viviendo mil veces mejor que Pablo Pueblo”. Allí es donde entra en juego el concepto de “servicio público” y el documental describe, sucintamente, la fundación del Movimiento Papá Egoró en los años 90, poco antes de presentarse como candidato a presidente en su país natal. Un paso hacia la esfera de la política profesional que no pocas estrellas de la música o la actuación han dado a lo largo y a lo ancho del mundo, de punta a punta del espectro político.

La aparición de un hijo de 37 años que nunca había sido reconocido es completamente blanqueada por la película, aunque su desarrollo no excede los tres o cuatro minutos de metraje. “Éramos como los Beatles”, exclama el músico al recordar un recital a pleno en el Capitol Theatre, del cual puede apreciarse un extenso fragmento. No será el único: Yo no me llamo Rubén Blades no defraudará al seguidor del panameño en ese departamento, aunque los comentarios de otros famosos músicos internacionales como Sting o Paul Simon se sienten demasiado breves y de compromiso, como si hubieran sido “robados” en algún alto de otra actividad. Hacia el final, Rubén Blades confirma una intuición: el documental de Benaim es parte de su testamento, un mensaje desde el pasado y el presente hacia las generaciones futuras. Un colega suyo, más cercano geográficamente, podría haberlo titulado “Salsa para vivir”.

YO NO ME LLAMO RUBÉN BLADES   6 puntos

Panamá/Argentina, 2018

Dirección y guion: Abner Benaim.

Duración: 85 minutos.