Dos recursos sobresalen en Una nena muy blanca, la segunda novela de Mariana Komiseroff (Buenos Aires, 1984). Uno es la estructura espiralada que asume una historia de secreto, crimen y vergüenza ambientada en un barrio popular del conurbano. La otra es la creación de una protagonista femenina, Jésica, que explora el pasado familiar, el entorno (que se comporta como un adversario) y la materialidad de sus deseos. Jésica es además la narradora de la historia en la que se entremezcla, a veces de modo forzado, la voz de la madre, Susi. El coro de voces femeninas se completa con Ely, la hermana menor de la protagonista, que actúa como ayudante de Jésica y motor de una pesquisa que irá cobrando relieve a lo largo de la novela. El cuerpo de la chica, que en su infancia sobrevivió a un accidente en la precaria vivienda familiar, es “el cuerpo del delito” de la trama.

“Mi vieja nos habla como si fuéramos una”, razona Jésica ante uno de los discursos arrebatados de la madre, siempre escandidos por la expresión “laputaquelasparió”. En cierto sentido, el esfuerzo de Jésica por aclarar el origen y la identidad de su hermana guía de manera secreta su propósito de rescatarse en un ambiente con pocas oportunidades y ninguna ventaja. Mientras Ely, al principio con desconcierto, intenta averiguar por qué en su partida de nacimiento no figura el nombre de la madre, Jésica se separa de Rodrigo, empieza a trabajar de noche en el restaurante de un country (“cantri”, en el léxico de las protagonistas) y se da cuenta de que está embarazada. 

La novela de Komiseroff se encuadra en cierta escuela de “realismo urgente” de la literatura argentina contemporánea, donde cuestiones coyunturales se asocian con motivos literarios bien antiguos, como la violencia fundacional de los clanes familiares, el peso que tiene la incertidumbre en el comportamiento de los personajes y el cumplimiento inexorable de leyes sociales. “Aunque todo salga bien, la vida es una mierda. Y nada va a cambiar”, piensa Jésica antes de acudir, por insistencia de Ely, a la casa de la Loreta (la curandera del barrio) para hacerse un aborto. Por momentos, la urgencia se manifiesta en el tono monocorde en que se resuelven algunas escenas. “Ojos cerrados. Una pija adentro. Ojos abiertos. El jefe me aplastaba. No entendí”, se lee en un episodio de violación, narrado como si la víctima todavía estuviera bajo el efecto del alcohol consumido en la casa de un compañero de trabajo.

Respecto de las cuestiones que ocupan la agenda social actual, como el aborto clandestino, la violación y la violencia machista, se puede decir que la novela de Komiseroff se publica en un momento oportuno, en simultáneo con la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito y los reclamos de los movimientos feministas. Sus protagonistas, en cambio, no participan de marchas ni integran grupo alguno. El tiempo cíclico de la historia de Jésica y su familia deja afuera los combates de la historia social. Un determinismo grave, que proscribe las relaciones amorosas entre individuos de distintas clases sociales, se cumple al pie de la letra y, con suerte e incluso un poco de violencia bien dirigida, el amor tendrá lugar entre pares. De más está decir que jefes, padres y novios con pretensiones alimentan el universo oscuro de la novela.

Hasta hoy, se puede decir que el proyecto literario de Komiseroff se encuadra en un registro de la vida de las mujeres de clases populares, el moldeado de una lengua enérgica y contestataria, de consecuencias improbables, y el interés por fijar un tiempo propio para el relato literario. Con la banda sonora de letras de cumbias archipatriarcales, Una nena muy blanca presenta personajes potentes, como los de la protagonista y su hermana, y otros sin desarrollar, como el de la madre, que se perfila por el remedo de una voz latosa cuando podría haber alcanzado la estatura de una Medea del conurbano bonaerense.

Una nena muy blanca
Mariana Komiseroff
Emecé
160 páginas