A propósito de la introducción de Radiohead en el Salón de la Fama del Rock and Roll, acto que se consumó el viernes pasado en la ciudad de Cleveland (Estados Unidos), tanto la prensa como la industria musical vaticinaron, tras la aparición de su disco OK Computer (1997), que los comandados  por Thom Yorke serían el último grupo de rock del siglo XX capaz de hacer mega giras cobijadas por los estadios. A eso hay que añadir que no se trata de artistas fáciles de consumir, debido a que su timón creativo es la vanguardia. Si bien la profecía se cumplió, el paso de Arctic Monkeys por la edición local del Lollapalooza, anoche, además ante las 100 mil personas que colmaron el Hipódromo de San Isidro, invita a creer que los de Sheffield serán los próximos.... si no es que ya lo son. En todo caso, los secundarían los australianos Tame Impala, cuyos integrantes participaron en calidad de invitados en el nuevo trabajo del cuarteto, Tranquility Base Hotel & Casino (2018), que lo depositó de vuelta en Buenos Aires, a un lustro de su último show.

Al igual que sucedió con U2 en The Joshua Tree (1987) o con Depeche Mode en Songs of Faith and Devotion (1993), Arctic Monkeys también norteamericanizó su sonido. No obstante, si el disco AM (2013) parecía el capricho Elvis de Alexis Turner, líder de la banda, su más reciente trabajo colectivo ambientaría muy bien un remake de Blue Velvet, la película neo noir de David Lynch. Pero antes que desentonar en su actuación en el Main Stage 1, en lo que fue el momento cumbre de la segunda fecha del festival, cada tema de ese trabajo, a medida que fue apareciendo, no sólo brilló y estableció un diferencial, sino que también enalteció al resto del repertorio. Luego de  empezar con “Do I Wanna Know?”, seguida por uno de los clásicos de su salvaje etapa primaria, “Brianstorm”, el show cayó hasta que invocaron “One Point Perspective”: el primero de Tranquility Base Hotel & Casino. A partir de ahí, el recital fue creciendo, aunque el clímax apareció en el último tramo, con “Cornestone y “505”, ambas del disco Humbug (2009), que adaptaron para lo que se venía.

Y es que el tema que titula su sexto álbum de estudio dio paso a dos track más de Humbug, “Crying Lightning” y “Pretty Visitors”, para rematar con el hit de Tranquility Base Hotel & Casino: “Four Out of Five”. Fue manera de muestrario de que su pasado vive en calma y especialmente en sintonía con su actualidad. Eso es algo que parece no manejar muy bien su paisano Sam Smith, el otro cabeza de cartel de la jornada, quien en su debut en la capital argentina no supo dosificar un cancionero basado en sus dos discos y en sendas colaboraciones con el tándem electrónico Disclosure. Fue una pena, porque el artista de 26 años, cuya propuesta oscila entre el R&B y el pop, tiene todo para romperla: es dueño de una voz bendita, que evoca el romanticismo y la potencia de Luther Vandross, al tiempo que bebe del legado de George Michael, de lo que hizo gala casi al final de su show. Todo lo contrario a lo que había hecho más temprano, y en el mismo escenario, el Main Stage 2, su colega Toye Sivan, otro de los representantes queer del segundo día del evento.

Si bien el calor fue inclemente durante la tarde del sábado, el cantante de origen sudafricano, híbrido entre Michael Jackson y Peter Gabriel, abandonó su pulover y su saco poco después de la mitad de su presentación. La vestimenta no le impidió moverse de punta a punta sobre el escenario, bailar, levantar la bandera de su homosexualidad ni arengar a un público que se entregó a su carisma. “Están realmente locos. Esto es increíble”, espetó, con un rostro que se debatía entre la sorpresa y la alegría, el artista de 23 años, que se hizo con uno de los mejores momentos del Lollapalooza Argentina. Ese trofeo lo compartió con St. Vincent, quien cerró la terna queer de esa jornada del festival. Al caer la noche en el Alternative, Annie Clark, el nombre detrás del álter ego, estaba irreconocible. Cuatro años pasaron de su debut local, de la mano del mismo evento. Pero, ¿tanta agua pudo correr debajo del puente? Parece que sí. Y de forma radical. La chica universitaria de clase media que conquistó a todos, incluyendo a David Byrne, parecía una cultora del sadomasoquismo.

Allá arriba estaba parada con gargantilla y corsé negros, botas de cuero hasta la rodilla del mismo color, y el pelo alisado hasta el cuello. Y sola, con dos o tres guitarras, pues prescindió de su banda. Los problemas en la proyección de las visuales, que cerraban una performance conceptual afín a la deconstrucción del patriarcado, parecía que le hacían ruido. O al menos eso denotaba su semblante. Pero no: estaba actuando. Y con muecas a veces de loca y por momentos de placer, repasó su obra, esta vez en clave de electro rock. Si esto parecía lo raro de la fecha, la realidad es que ese adjetivo se lo llevó el recital de Fito Páez. Es conocido por todos que el cantautor rosarino está más allá del bien y del mal. Sin embargo, de lo que dejó en evidencia es que lo suyo se encuentra generacionalmente a años luz. Hasta no hace mucho, el rock argentino vivía enfrentado entre tribus y progenies, pero los centennials dieron una lección de desprejuicio emocionante al cantar sus clásicos con el mismo ímpetu que podrían hacerlo con un tema de Ariana Grande o de los mismos Arctic Monkeys.

Sólo a Fito le suceden cosas así, por lo que tiene la magia para pedirle a la audiencia que prenda sus celulares y los ponga mirando al cielo antes de cantar “Brillante sobre el mic”, para luego premiar a la gente con un “¡Qué hermoso!”. Antes de que el rosarino despachara once clásicos en el Main Stage 2, la revelación de la música urbana patria, Ca7riel, había pasado por ese escenario, que, por cierto, cerró DJ Tiësto. Si Kamasi Washington había saludado el día anterior con un “Hola chiques” y Sam Smith aludió al “No es no”, hubo también consignas políticas en la vuelta al ruedo de Los Hermanos. Pero contra Jair Bolsonaro, y de parte del público. El grupo brasileño, del que es parte Rodrigo Amarante (cantante del tema de la serie Narcos), estuvo en el Main Stage 1, previo al indie tribal y psicodélico de Foals y al pop rock groovero de The 1975. El Perry’s Stage vivió, igual que el viernes, su propia galaxia. Hubo una primera parte dedicada a la música urbana, en la que despuntaron una versión de la Batalla de los Gallos y el rapero español C. Tangana, y a la noche le tocó a la electrónica. A la más rabiosa.