La lengua está en disputa. La controversia sobre cómo nombrarla, a quiénes incluye y excluye si se pronuncia “española”, “castellana”, “castellana americana” o hispanoamericana, por mencionar apenas algunas de las opciones, fue una de los temas que más polémica despertó durante el  (CILE), en el que participaron Mario Vargas Llosa, Juan Villoro, Nélida Piñon, Joaquín Sabina y Elvira Sastre, entre otros escritores y artistas. No es un problema “menor”, una especie de obsesión erudita de un puñado de lingüistas, traductores y escritores. Se podría afirmar que todo nombre es político. Pero los 453 millones de hispanoamericanos que hablan la lengua como idioma materno –que serán 570 millones en 2050–, ¿en qué lengua dicen que hablan –o escriben– los usuarios de esta lengua, distribuidos en cuatro continentes y 22 países, el 6,16 por ciento de la población mundial, sin contar los hispanohablantes de Estados Unidos? La respuesta, que parecería “rizar el rizo”, agrega mayor complejidad al asunto. En las constituciones de siete países se afirma que la lengua oficial es el “castellano” (Bolivia, Colombia, Ecuador, El Salvador, Paraguay, Perú y Venezuela); en ocho aparece el “español” (Cuba, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, República Dominicana y Puerto Rico); hay cuatro países que no mencionan tener una lengua oficial (Argentina, Uruguay, Chile y México).

Las escritoras y escritores argentinos, más desobedientes y disidentes respecto de la imposición de normas que aplanan la riqueza y variedad del lenguaje, pusieron el tema sobre la mesa, como Mempo Giardinelli, Claudia Piñeiro, Jorge Fondebrider, Perla Suez y María Teresa Andruetto. Aunque intentaban disimular y mantener la forma de la hermandad en la diversidad del panhispanismo, a más de un escritor y académico español se le atragantaba el castellano y la contrariada gestualidad de sus rostros revelaba cierto malestar. No esperaban el aluvión de objeciones formuladas cara a cara, directo al grano de la lengua. Además de plantar bandera y proponer que se debata para Arequipa –donde se hará el IX Congreso en 2022– cómo se llamará el próximo encuentro, molestó que se desnudara, como nunca antes, el negocio de la lengua, que es casi como decir el negocio de los congresos. Como organizadores, el Instituto Cervantes, la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), no pierden de vista, aunque no lo expresen en voz alta, que el dispositivo “congreso de la lengua” –iniciado en Zacatecas (1997) y que se repite cada tres años: Valladolid (2001), Rosario (2004), Cartagena de Indias (2007), Ciudad de Panamá (2013) y San Juan de Puerto Rico (2016)– sirve para extender acuerdos económicos, comerciales y educativos, con el caballito de batalla de la lengua española en el mundo, que van del cine a la televisión, de la música a los medios de comunicación, del mundo editorial a la traducción y los recursos digitales, además del sector terciario de servicios, como la telefonía, los bancos y las empresas de energía, entre otros.

El negocio de la lengua

El lingüista español José Del Valle –que participó del I Encuentro Internacional: Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos, llamado también “Contracongreso”– no asistió a ninguna de las actividades del CILE. Aunque fue convocado desde la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), rechazó la invitación por su posición crítica desde hace años con las instituciones que organizan el congreso. “Se puede pensar la lengua como negocio en la medida en que la lengua se vende y se compra, es decir la lengua se materializa en gramática, en diccionarios, en libros de texto para la enseñanza del español a extranjeros, en libros de texto para la enseñanza del castellano como lengua nacional, y en todos esos casos estos objetos son por un lado dispositivos de gestión del idioma y por otro son productos de mercado”, plantea Del Valle a PáginaI12. “Entonces, en la medida en que por ejemplo el español como lengua extranjera se cotiza en alza en los mercados lingüísticos internacionales, es lógico, dentro de la lógica del capitalismo, que se produzca una competencia por controlar las ventas de ese producto. Lo mismo ocurre con la certificación de conocimientos del español: quien controle los mecanismos de certificación de conocimientos del español podrá controlar la distribución de los beneficios económicos que se deriven de la administración de estos exámenes. La lengua es claramente un negocio”, afirma el autor de La batalla del idioma. “Hay un segundo sentido en el que la lengua española puede ser útil para los negocios –agrega el lingüista español–. Todos los países, no solo España, tienen una política cultural exterior que es pensada como una estrategia diplomática, por medio de la cual se instrumentalizan objetos culturales para elevar el valor de la marca país y, consecuentemente, abrirle camino a las empresas de ese país que quieran invertir en el extranjero o que quieran vender productos en el extranjero”.

Todos los nombres, el nombre

La escritora cordobesa Perla Suez, que debatió en una de las mesas del CILE, afirma que “el nombre de la lengua es un terreno de disputa política y social”; por eso cree que hay que renombrar el Congreso. “Yo estoy más cerca de lo que decía Mempo (Giardinelli) en cuanto a que es necesario hablar de la lengua castellana y americana, pero todavía no me conforma, porque me pregunto: ¿cómo entran dentro de esta polémica nuestros pueblos originarios, tan olvidados, que escriben en castellano su propia lengua? Todavía en ese nombre no está el nombre de todos los que queremos incorporar. La Real Academia Española va a tener que escucharnos porque ya está claro que homogeneizar la lengua no es posible, porque no lo vamos a permitir, como ya lo hemos demostrado en la tradición literaria argentina desde la generación del ‘37, con Esteban Echeverría, y después cuando Borges se enfrentó con Américo Castro –recuerda la autora de El país del Diablo–. Hay que pensar muy bien cómo nombrar de otra manera una lengua que es indecisa, indómita y escurridiza, y tal vez yo me esté escurriendo al nombrarla. Entre todos tenemos que buscar una nueva denominación para el próximo Congreso de la Lengua Castellana que se va a hacer en Arequipa, Perú”.

Del Valle escuchó a Mempo Giardinelli, que también estuvo en el “Contracongreso”. “Las palabras castellano y español coexisten desde el siglo XVI; hay contextos geográficos o situaciones en los cuales se prefiere español o contextos en los cuales se prefiere castellano, y esos usos no se mantienen constantes a lo largo de los siglos. Estas dos denominaciones de la lengua, castellano y español, han coexistido con oscilaciones, llamándose en algunos lugares de una manera y en otros lugares de otra. Afirmar prescriptivamente que se le debe llamar castellano o que se le debe llamar castellano latinoamericano o hispanoamericano, me parece una opinión legítima, pero en cualquier caso es una opinión que está emitida a través de la voz de un intelectual argentino, porque el término español lo usan en Puerto Rico para referirse a su lengua, lo usan en Cuba para referirse a su lengua, lo usan en República Dominicana para referirse a su lengua y se usa principalmente en México para referirse a su lengua –enumera el lingüista español–. La justificación histórica que dio Mempo me pareció frágil y está basada en un conocimiento imperfecto de la historia de estos dos términos”.

Aunque entre los temas a debatir durante el octavo CILE no estaba el lenguaje inclusivo, emergió con la potencia de lo que está ausente, de lo que se intenta esconder como se hace con el polvo debajo de la alfombra. Solo que no hay alfombra que detenga la necesidad de revisarlo todo desde los géneros y sexualidades disidentes. “El rechazo al lenguaje inclusivo viene del patriarcado, de los orígenes machista en la construcción de las sociedades, basadas en lo que el hombre propuso y desplazando a las mujeres al anonimato total”, advierte Suez. “Me pregunto por qué habrá tanto temor a que digamos ‘todes’, si tampoco lo vamos a definir ya, si la lengua está en movimiento y es escurridiza, y el uso lo deciden los hablantes, hasta que una nueva generación transforme nuevamente las palabras”, reflexiona la escritora cordobesa. “Tenemos que seguir luchando para transformar la lengua, para hacer que nos escuchen, para que caiga el patriarcado”. A Suez no le llama la atención la escasa participación de mujeres en los comités que organizaron el Congreso de la Lengua. “En la Academia de la lengua la intervención de muchas mujeres ha sido rígidamente masculinizada; parecieran discursos hechos por hombres que no me interesan. Me interesa mucho más la sensibilidad de la mujer, como las que se vieron también en el Congreso, como la de Claudia Piñeiro cuando cantó en qom”.

La batalla por la inclusión

A diferencia de otros que rechazan visceralmente el lenguaje inclusivo, Del Valle dice que le interesa el debate porque refleja un caso de variación lingüística que está marcada socialmente y está determinada por posicionamientos políticos relacionados con las reivindicaciones feministas y de sexualidades disidentes de distinta naturaleza. “Me interesa analizar cómo se manifiesta esa variación, quién usa la norma tradicional, quién opta por proponer nuevas normas y quién las usa, las obedece, enfrentándose así a los usos tradicionales. Y me interesa también elaborar un mapa del modo en que propuestas normativas, usos alternativos y posicionamientos políticos nos van explicando el modo en el cual se produce una interacción entre los usos del lenguaje y la realidad social y política”. Sobre el silencio en torno al tema por parte de la RAE, el lingüista español se atreve a especular: “La Real Academia Española, que en general evita los debates, puesto que prefiere proyectar la imagen de una institución abierta y que consensua con los hablantes todas las decisiones, por alguna razón decidió entablar una batalla abierta en la esfera pública con las propuestas normativas que procedían del feminismo y que conocemos como lenguaje inclusivo. Mi visión es que, desde la perspectiva de quienes gestionan la RAE, la batalla pública contra las propuestas feministas les resulta beneficiosa; es decir, deben de pensar que ese es un debate que van a ganar ante la población de manera mayoritaria       –explicó Del Valle–. Hay una dimensión que no es visceral sino que es racional. El CILE pretende presentarse como un espacio de confluencia, un espacio de diálogo, y en esta oportunidad les pareció que sacar a la superficie este debate podría dañar esta imagen de armonía y consenso panhispánico que es parte importante de los objetivos del CILE”.