Cuentan que la marca registrada del Trinche, la jugada por la cual se lo distingue y recuerda, es tan idílicamente futbolera que parece urdida en una convención de escritores estilo Soriano, Sasturain o Fontanarrosa. Una destreza que a Maradona o a Messi no se les vio nunca (la Pulga todavía está a tiempo). Y que consiste en hacerle un caño al rival; y en seguida, en la misma jugada, hacérselo de nuevo. Ida y vuelta. Uno por acá, otro por allá. Como un torero. “El doble caño sin duda es el epicentro de su leyenda”, dice Alejandro Caravario, periodista, escritor y autor de Trinche, un viaje por la leyenda del genio secreto del fútbol (Planeta, Colección Un Caño). La última y más completa biografía de Felipe Tomás Carlovich, el mito que apenas jugó cuatro partidos en primera división pero que igual se las arregló para figurar –en la siempre exigente memoria futbolera– entre los más talentosos de la historia local. Ahí junto a Maradona, Bochini, Alonso, Houseman o Borghi, por nombrar sólo a sus contemporáneos.

¿Cómo puede ser? ¿Cómo es que un jugador del que no se conservan registros audiovisuales ni casi crónicas deportivas sea reconocido de esta manera? Porque no se trata sólo de exagerados bienintencionados o de caprichosos queriendo erigir a un desconocido; también verdaderas autoridades, palabras de peso dentro del fútbol, lo avalan y agigantan. Menotti, por ejemplo, que llegó a convocarlo para la Selección, no escatima elogios: “Carlovich no llevaba la pelota. La pelota lo llevaba a él. Una pelota que parecía inteligente, que disfrutaba de hacer cosas artísticas y arrastraba atrás a un futbolista”. Grigoul, que lo conoció por compartir el mismo medio santafesino (el Trinche hizo gran parte de su carrera en Central Córdoba de Rosario), suele afirmar que es el jugador “más maravilloso” que vio en su vida. Fillol, que lo enfrentó una vez, lo mismo: “El mejor cinco que vi jugar”. Pekerman, cada vez que lo consultan, lo incluye en su equipo ideal de todos los tiempos. Y Maradona, cuando tuvo su fugaz paso por Newells y un periodista local quiso celebrarlo, respondió: “Desde que llegué me dicen que el mejor ya jugó en Rosario y es un tal Carlovich”.

Un relato sin detractores (“Hay unanimidad en decir que era superdotado”, señala Caravario) que por su éxito y expansión incluso global (hasta un renombrado programa español, Informe Robinson, le dedicó todo un envío con testimonios de Valdano, Menotti y más) constituye un fenómeno en sí mismo: ¿cómo es que se agrandó tanto leyenda? ¿Por qué Trinche y no otro? “A los astros de hoy uno los descubre viéndolos en acción. A los de antes, repasando vídeos o leyendo sobre ellos. Con el Trinche no hay nada o casi nada de todo eso. Lo que hay es el relato de sus acólitos”, cuenta el autor que por supuesto también supo del Trinche, en los ochenta, a partir de la oralidad: un fanático que no paraba de nombrarlo y referirse a las maravillas que hacía. Y que primero despertó su curiosidad, y luego, con los años, al encontrarse con otros cultores anónimos y no tanto, su decidido interés. “Para mí era prioritario ver el modo de circulación que tiene el Trinche, esta viralización hecha a pulmón de alguien que tal vez nunca viste jugar. Un fenómeno tan llamativo como lo que hacía en la cancha”, explica Caravario, que vio allí otro eje fuerte para la historia que quería contar. “La percepción original es que este tipo es un relato, una invención colectiva. Y lo es. Pero también fue un fuera de serie. Algo real. Entonces el desafío era poder revelar ambas cosas”.

La saga de los confines

El Trinche Carlovich nunca hizo un gol en primera ni tampoco jugó un gran partido en esa división. Toda su maestría la llevó a cabo en la B, la C y las ligas provinciales; “los confines del fútbol profesional”, describe Caravario. Sin embargo, lo que sí hizo, el puntapié inicial de la leyenda que después se construyó a su alrededor (aunque ya para entonces era considerado un talento de los que no hay), fue protagonizar un partido mítico contra varias de las más importantes figuras del momento. Jugadorazos como Houseman, Bertoni, Tarantini, Quique Wolff y Fillol. La prueba de que, ante los mejores, el Trinche podía ser todavía mejor.

Fue en 1974. Un partido preparatorio de la Selección con vistas al Mundial de Alemania. El Trinche integraba el combinado rosarino que debía servir de sparring. Y que formaba con cinco jugadores de Newells, cinco de Rosario Central (entre ellos Kempes) y uno de Central Córdoba: Tomás Felipe Carlovich. “¿Sabés lo que es salir a la cancha y ver 35, 40 mil personas?”, señala el Trinche en el libro, una de sus pocas declaraciones sobre aquel encuentro que dice no recordar demasiado. Y que lo tuvo como eje central de un fútbol de lujo que puso de rodillas a la Selección. El resultado terminó 3 a 1 para los rosarinos y el dominio de Carlovich fue tan apabullante que en un momento le mandaron a decir que “aflojara un poco” así “los muchachos no llegaban tan desmoralizados al Mundial” (versión no confirmada por el protagonista, pero sí por otros jugadores que fueron parte). 

El desde entonces recordado partido significó su destape, la revelación de que existía una joya escondida que la descosía los sábados (lo que derivó en que hinchas de otros equipos empezaran a ir a verlo; situación análoga a la de Bochini en Independiente o Maradona en Argentinos Juniors), aunque sin que eso se tradujera en un gran cambio en su vida. Más bien lo contrario. “El Trinche cargó su bolsito, volvió al entrenamiento recreativo en el Gabino Sosa y a los tres días del partido de su vida, retomaba las riendas de Central Córdoba”, escribe Caravario sobre lo que podría haber sido el Día D, el trampolín para una carrera mayor, pero no. El Trinche siguió haciendo maravillas dentro de un campo de juego y agitando su mito, pero siempre en el Ascenso. Principalmente en Central Córdoba, donde era amo y señor, pero también en Independiente de Rivadavia, popularísimo club mendocino donde se convirtió en ídolo apenas llegó y llegaron a decirle El Rey.

“Esa seducción fulminante es una de las características del Trinche. Y también uno de sus enigmas”, considera Caravario. “Porque el tipo va, llega, juega apenas diez partidos en la temporada y pasa a ser recordado como un crack absoluto”. Un magnetismo que se sostiene en el fútbol (“Estuvo años sin que nadie le sacara la pelota. Pero de verdad, eh. Nadie”, dice por ejemplo un compañero suyo de Central Córdoba), en ese andar despreocupado y a la vez punzante por el mediocampo (un estilo que conjugaba, dicen, al mejor Redondo con el mejor Riquelme), pero también en su forma de ser: una personalidad introvertida y ermitaña, desdeñosa de cualquier idea de éxito. Y condimentada con hábitos algo extravagantes como cambiarse siempre en la utilería, no festejar nunca un gol, irse de un club sin cobrar el último sueldo. Todo con ese look de barba, bigotes y pelo enmarañado que luego patentaría el Checho Batista. 

“El Trinche no podía jugar con tapones altos porque creció jugando en patas y el calzado alto lo incomodaba. Entonces le pedía a un amigo que le gastara los botines para recién después usarlos. Entendía el fútbol de esa manera: como un grupo de amigos que anda de acá para allá jugando desafíos en un radio cercano a su barrio”, cuenta Caravario. “Era un autodidacta total. Y un raro. Porque no iba a la cancha de chico. No tenía ídolos deportivos. No miraba fútbol por televisión. Ni siquiera tiene una simpatía declarada por un club. Es como si pensaras en un escritor que no lee, un actor que no va al teatro, un pintor que no mira cuadros. Un tipo ensimismado pero a la vez excelso porque aprendió a ser el mejor casi mirar a nadie”. 

En el libro hablás del enigma Carlovich.

–Sí. Y en eso es fundamental los que cuentan la historia por él. El desmarque.

La noción de la modestia

Apenas arrancó con el proyecto del libro, una biografía que no sólo abordara los aspectos deportivos sino su impacto mítico, un anecdotario sedimentado durante décadas, Caravario notó que acceder al Trinche, a su entorno, era bastante sencillo. Lo difícil era tener precisiones sobre su carrera, lo que pasó. “Era muy difícil mantener su atención. Por un lado es reticente a hablar de sí mismo. Tiene una importante noción de la modestia. Y por el otro es un especialista en desmarcarse; en fugarse, hacer salidas abruptas y dar por terminada una charla”. 

Siendo una historia donde el relato había sido fundamental para convertirlo en leyenda, el principal interesado no tenía un relato para dar. “De algún modo es una operación”, entendió pronto Caravario. “Dejar un montón de huecos para que el público, los admiradores, lo repongan. Él cede con gusto ese espacio y el resultado es una biografía llena de proezas y momentos increíbles, aunque también mucha desmesura”. Lo que en principio parecía una pérdida de poder (la posibilidad de digitar lo que se cuenta y cómo) terminó para Carlovich siendo una ventaja. “Por ejemplo, cuando le pregunté por el famoso partido contra la Selección dijo no recordar nada. No me pudo contar ni una sola jugada de todas las que hizo. Y eso que fue su consagración. Todo lo que tenemos de ese partido lo tenemos por boca de otros”. 

Ese rasgo, ¿era una estrategia o su naturalidad?

–Un poco y un poco. Es real que su memoria flaquea. Pero también que prefiere desmarcarse. Lo curioso es que sí tiene una memoria muy precisa para sus infortunios. Las cosas malas que le pasaron te las relata con un detalle absoluto. El relato de más largo aliento que me hizo fue su pelea con un entrenador en Central Córdoba. Me contó día por día. Larguísimo. Con lujo de detalles. Pero de mucho de lo magistral que hizo es incapaz de contarte una palabra.

En las historias que circulan a través de otros, entonces, hay de todo: momentos risueños, ilustrativos, magníficos, bizarros. Como por ejemplo la vez que los dirigentes de Los Andes hicieron gestiones para que, pese a que había olvidado los documentos que lo habilitaban para jugar, igual pudiese enfrentarlos (“Es la única oportunidad que tienen nuestros hinchas de verlo en acción”, justificaron). O cuando no concurrió a la convocatoria de Menotti a la Selección, supuestamente por preferir irse de pesca (“No es cierto. Nunca me gustó la pesca”, desmiente él, aunque no así el hecho de haber pegado el faltazo). Algunas refutaciones están a la orden del día (otras no y mantienen cierto halo de misterio) y quizás se justifique en esto mismo que le relata Carlovich al autor: “Un día subo a un taxi y cuando le indico al conductor la cancha de Central Córdoba me mira por el espejito y pregunta: ‘¿Lo conoce al Trinche Carlovich? Es amigo mío’. Cuando me bajo le digo: ‘Si lo ve, mándele saludos’”.

Una muestra de que en el mito y enigma Carlovich influyó también el poder hacerlo propio. A la medida del pago chico. “En un medio donde ya varios partían al exterior para hacer la diferencia, el Trinche se resistía a abandonar Rosario, se negaba a hacer dentro de una cancha de fútbol lo que no sentía afuera”, sostiene Caravario. “En un punto su historia es la historia de una imposibilidad: la de de negociar con los protocolos del fútbol profesional, pero también la de no poder cortar con ese sentimiento de infancia con el que aprendió a jugar y lo ataba al potrero”. Hoy el Trinche, ya jubilado, trabaja entre otras cosas de “celebridad”: “Lo agasajan y lo invitan de varios lados. Es un prócer viviente”. El único capaz, dicen, de hacerle un caño a un rival. Y en seguida, hacérselo de nuevo.