La alegoría bien temperada    –esto es, sin abusos ni ampulosidades– es, ha sido y seguirá siendo una de las armas predilectas del artista, cualquiera sea su rama creativa. Las dos películas exhibidas ayer en la Competencia Oficial Internacional del 21° Bafici, que ya se acerca a sus tramos finales, hacen uso de ese recurso de formas muy dispares. La uruguaya (con aportes de financiación argentinos y españoles) Los tiburones utiliza la figura de un escualo, que bien podría estar merodeando las aguas de un pueblo costero, como figura simbólica de los cambios que están ocurriendo en la vida de una adolescente, al tiempo que la producción llegada de Suecia Aniara se embarca en un viaje espacial con destino incierto como metáfora de la humanidad toda.

El extenso y épico poema sci-fi del ganador del Nobel de Literatura Harry Martinson, publicado originalmente en idioma sueco en 1956, nunca había sido llevado al cine hasta ahora, a pesar de sus obvios atractivos para la pantalla grande. La ópera prima de Pella Kagerman y Hugo Lilja manipula de manera usualmente inteligente los parámetros archi conocidos de la aventura espacial para gestar una reflexión sobre los miedos más profundos del ser humano: la extinción del propio ser. “Y, cual capullo ingrávido y gigante, Aniara gira sin vibración alguna y, sin incidentes, se aleja de la Tierra. Una puesta en marcha puramente rutinaria, sin avatares, normal y giromática. Quién iba a sospechar que esta andadura había de ser un viaje espacial único que nos separaría del Sol y de la Tierra, de Marte y Venus y del valle de Doris”. Así termina el primer canto del texto de Martinson, anticipando el enfrentamiento del contingente de viajeros espaciales a la más indigerible de las certidumbres. La dupla de directores retrasa un poco la aparición del hecho que le dará impulso al resto del relato –un accidente que desvía la nave de su curso natural hacia Marte, lanzándola en una trayectoria que la aleja indefectiblemente del Sistema solar– para concentrar la atención en la descripción de la nave Aniara, mezcla de hotel all inclusive y shopping center que remeda los placeres consumistas que se acaban de abandonar en la Tierra, devastada por desastres naturales generados por esa misma avidez destructiva.

Aniara, la película, juega constantemente a dos puntas. Por un lado, no deja de lado el atractivo de los efectos especiales, sintetizados en los planos donde el gigantesco navío atraviesa la pantalla, con el resto del universo de fondo. Por el otro, la ciencia ficción pura y dura –aquella que mira de costado las superficies de la aventura y prefiere concentrarse en los dolores de la existencia– ocupa una parte sustancial del metraje. Después del desastre llegan las consecuencias: el abatimiento, consignado por una ola de suicidios; la esperanza y luego la fe, representada por la aparición a bordo de neo paganismos; las luchas de poder y la aparición de nuevas jerarquías luego de la desaparición de toda posibilidad de reencauzar el destino final del viaje. Antes de que todo eso ocurra, la existencia de una inteligencia artificial capaz de alterar el sistema nervioso de los pasajeros y generar alucinaciones placenteras –recuerdos falsos de los mejores momentos vividos en el planeta de origen– se transforma en la droga neurológica de la cual todo el pasaje desea hacerse adicta.

Los tiburones es infinitamente menor en escala y ambiciones pero, al mismo tiempo, mucho más acertada en su descripción de un personaje sacudido por los acontecimientos que ocurren alrededor suyo y, fundamentalmente, en su interior. Rosina tiene 14 años y ayuda a su padre a cortar el césped en predios ajenos junto a un grupo de hombres y Joselo, un muchacho apenas algunos años más grande que ella. En el comienzo de la ópera prima de la uruguaya Lucía Garibaldi -que viene de estrenarse en el Festival de Sundance, donde obtuvo el premio a Mejor Dirección en el rubro dramático-, la chica corre por la ruta escapando de su padre, consecuencia de un incidente con su hermana que pudo haber pasado a mayores. Es sobre el final de la escapada, en el mar, donde Rosina llega a entrever la aleta de un tiburón, que a partir de ese momento pondrá a todo el pueblo en alerta (el film fue rodado en locaciones cercanas a Piriápolis). Si bien la película puede circunscribirse a los relatos de crecimiento –eso que en idioma inglés suele denominarse coming-of-age– Garibaldi logra dar varios pasos más allá de ese modelo narrativo, transformando a su heroína no tanto en un ejemplar estándar de la adolescencia como tránsito hacia otra instancia sino en una represa a punto de abrir sus compuertas. Pero en voz baja, sin explosión alguna.

La hermana mayor de Rosina y sus amigas hablan sobre sexo de manera franca y directa mientras esperan el ómnibus. A la protagonista le gusta Joselo, a quien termina encarando directamente, sin delicadezas, aunque el encuentro sexual no tendrá final feliz. En casa, la madre ayuda con la economía familiar vendiendo artículos de cosmética e imaginando una pyme dedicada a un nuevo sistema de depilación. Pero lo más importante es todo lo que le está ocurriendo a Rosina (lo evidente y lo misterioso), que parece cada vez menos interesada en comunicar sus emociones y comienza a actuar de formas extrañas, casi como si se tratara de un animal predador, actividades que incluyen el secuestro de la perra preñada de Joselo. La de Garibaldi es una ópera prima segura de aquello que quiere narrar y transmitir –los deseos, frustraciones y confusiones de una adolescente– y que no necesita echar mano a ninguna clase de lugar común para hacerlo. Los logros son varios, pero es la presencia inquietante de la actriz debutante Romina Betancur la que termina de darle forma e intensidad al relato.