“El vino tiene que ser una experiencia linda”, simplifica Martín Bruno, rodeado de botellas de colores que esperan –silenciosas, firmes, brillantes– el momento de abrirse al mundo. Martín es de Villa Adelina y acaba de competir en el Mundial de Bélgica, donde quedó entre los 15 mejores sommeliers del mundo. Y fue el único latinoamericano en acceder a las semifinales. Toda una marca para sus 36 años. Aunque, según señala, el arte del vino está bajando su edad promedio: “Yo ya soy medio viejo, el ganador del título de mejor sommelier del mundo tiene 27 años y la chica que salió segunda tiene 25. Hay una nueva generación muy formada, muy capacitada, que rompe con el estereotipo del sommelier como un señor francés viejo, aburrido, formal. Hoy hay mucha gente joven haciendo cosas muy interesantes y descontracturadas para comunicar sobre vinos”.

Precisamente, al mismo tiempo que es embajador de marca de Cafayate-Bodegas Etchart y que compitió en Bélgica con el patrocinio de la Asociación Argentina de Sommeliers, Martín comanda formas alternativas de acercarse al vino como talleres de cata, charlas y encuentros de dibujos, crayones y copas en Bebé Vino, su pequeño y acogedor local en una galería del Centro. Pero años antes de su formación y entrenamiento profesional, Martín tuvo sus propias experiencias religiosas, iniciáticas, que lo llevaron a seguir, con el tiempo, la ruta vitivinícola.

“Tomé mi primer vino cuando era muy chico, niño tal vez. Después, de adolescente, con mis amigos tomábamos cerveza y vino. Vinos espantosos, sí, pero vinos al fin. La primera vez que tomé dije ‘epa, esto es más de lo que yo creía’ fue trabajando como bartender en un restaurante muy bueno, que tenía una buena carta de vinos. Fue durante un evento grande, en el que una gente había pedido unos vinos muy buenos, y al final quedaron unas botellas. Habíamos terminado de trabajar y nos quedamos charlando, probando los vinos... fue espectacular y me impulsó a conocer, aprender, leer, buscar guías, conocer bodegas. Así que decidí formarme y estudiar.”

Ese flasheo inmediato, o epifanía de bartender, gatilló la vocación de Martín. Aunque la idea de “flasheo” tiene, para un sommelier, otras posibilidades. “Es muy difícil hacer algo objetivo a partir de algo sensorial”, aclara. “La cata es supersubjetiva, como la crítica de arte, aunque hay parámetros en los que todos estamos más o menos de acuerdo y decimos ‘Esto es bueno y esto no’. O bien ‘Esto es disruptivo, osado y aunque está a contramano de todo lo otro, está bueno’. O tal vez decimos ‘No, esto es raro solo por ser raro, pero no hay un sustento detrás’. Para evaluar un vino de manera objetiva hay un código porque parte del trabajo del sommelier es decidir sobre compras de vinos para otros; por ejemplo, para una cadena de supermercados. Tener poder de decisión sobre una compra enorme, sobre una fortuna, y sólo a partir de la nariz, del paladar... también es flashero”.

–¿Cuánto tiempo necesitás para formarte una opinión sobre un vino?

–Depende. En una competencia, menos de diez minutos si es por escrito y cuatro minutos si es oral. Es el tiempo mínimo para analizar la vista, el olfato y el gusto; para dar recomendaciones, deducir de dónde viene la uva, ver con qué acompañarlo, estimar qué valor tiene. Eso se practica: cuantas más veces lo hacés, más rápido te sale. Claro, si no es bajo las reglas de una competencia, uno puede tomarse más tiempo y ponerse en el lugar del consumidor, en una situación más real del disfrute. Y tomarse el tiempo que te lleve terminarse la botella. Si el vino es más rico, tardás menos...

–Hablemos de escupidas. ¿Cómo es ese momento nada glamoroso de la cata en el que te llevás el vino a la boca y, en lugar de tragarlo, lo escupís?

–Es raro... Algo lindo de esta profesión es que a veces accedés a vinos que están muy lejos de lo que podría pagar yo o cualquier persona normal. Probás vinos carísimos y a veces los terminás escupiendo. Es que si tenés que catar 50 vinos en una misma mañana y no escupís, no hay forma de seguir. Cuando doy clases, recomiendo hacer un buen buche y después escupir. Aunque, escupiendo y todo, siempre un poquito queda.

–Vino vs. cerveza, ¿es un clásico? ¿Hay rivalidad?

–El vino y la cerveza no son enemigos. La cerveza existió siempre y convive perfectamente con el vino. Lo que pasa es que en Argentina la cerveza empezó a ocupar lugares y momentos que el vino dejó, como las reuniones de amigos, las situaciones distendidas, el turno tarde... Hace cuarenta años acá se tomaban 40 litros anuales de vino por persona; hoy no llegamos a 20. Ese lugar lo ocuparon las cervezas, pero en especial las aguas saborizadas y gaseosas. Está en la industria del vino volver a instalarse en esas situaciones más relajadas. Algunos productores ya están haciendo vino tirado, vino en lata. El vino sofisticado y de alta gama está buenísimo, pero el desafío del vino es que se vuelva a tomar una copa al mediodía o en las juntadas con amigos.

–Aunque la inflación complica hablar de números, ¿cuánto es lo mínimo que se puede pagar por un buen vino? 

–Nuestras condiciones climáticas permiten vinos de buenísima calidad a precios accesibles. Hay opciones de vinos buenísimos de 100 pesos. Nombro un par de la bodega para la cual yo trabajo: el Etchart Privado Torrontés, megaclásico con más de sesenta años en la industria, está a 120 pesos, y tal vez a 80 o 90 en un supermercado chino. O el Rutas de Cafayate, que son tres vinos tintos: el elegante, el expresivo, el frutado. Claro, hay botellas de 40 mil pesos. Si existen vinos caros es porque alguien los compra. Una cosa es el vino que tomás todos los días y otro el que comprás para una situación especial. Si hoy tenés una reunión, una cita o una fiesta, tal vez no te ponés las mismas zapatillas que todos los días. Con el vino igual: si querés agasajar a alguien, impresionar a alguien, tal vez elegís uno especial.

–¿Por qué los vinos se consiguen más baratos en los supermercados chinos? Hay mitos urbanos sobre esto...

–Hay varias cosas. Puede ser que haya truchos, puede pasar. Pero más que eso, la verdad es que los mercados chinos tienen pools que se agrupan para comprar y pagan en efectivo, contra entrega; así que consiguen mejores precios. La diferencia es el servicio que te dan. En las vinotecas o en los restoranes hay o debería haber una persona con conocimiento que te pueda asesorar, recomendar, ayudar a elegir mejor. Nunca te tienen que hacer gastar más de lo que querés gastar: la clave es que te asesoren para que elijas el vino más rico, o el que más te va a gustar, dentro de lo que estás dispuesto a gastar. Es el valor agregado que tienen que ofrecer las vinotecas. La experiencia tiene que ser muy distinta que ir a la góndola del chino o del mercado, agarrar la botella y chau.

–¿Qué pasa con el mezcladito? Un poco de vino que sobró acá, con lo que sobró de allá...

–Esos son mitos, o cosas que pasaban antes, cuando se decía que el vino por copa en los restaurantes era el rejunte de todos los culitos de distintas botellas. O se podía pensar que el vino de la casa, en jarra, venía de botellas que estaban abiertas hace semanas... Pero hoy ya no pasa, por suerte. Podés conseguir vinos por copa, que son espectaculares, de calidad. El vino por copa permite buenas experiencias, como ir a un restaurante y probar varias diferentes.

–¿Es una salvajada ponerle hielo o soda al vino?

–Cada uno lo toma como más le gusta. La lógica es que si compraste un vino especial, que te salió caro, no le vas a meter soda. Para eso podías comprar uno más barato, más fresquito, y disfrutarlo perfectamente con soda. El fin principal es disfrutarlo. Después, cada uno elige cómo.