Un clima de época se cuela en Juicio a una zorra, y se sintetiza en dos tópicos de total vigencia que atraviesan su trama: el revisionismo histórico y, fundamentalmente, la lucha feminista. Escrita por el dramaturgo español Miguel del Arco, y estrenada en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, en 2011, con la actuación de la reconocida actriz Carmen Machi, la obra propone una nueva perspectiva de la vida de Helena de Troya, contada por ella misma. 

Condenada por su padre Zeus a una eternidad de fealdad, luego de haber sido un ícono de la mitología griega por su belleza, y señalada como la responsable de originar la guerra de Troya, Helena aparece en escena para dar su propia versión de los distintos hechos que la tuvieron como protagonista, y someterse así al juicio del público. “¿Quién escribe la historia?”, pregunta en varias ocasiones. Porque en esa historia, ella trascendió como “la zorra” (“Y no precisamente por mi astucia”, según aclara), y también como “la puta, la casquivana, la ramera, la meretriz, la desvergonzada, la seductora”, mientras que los hombres que abusaron de ella, la ultrajaron y la cosificaron de distintas formas, como Teseo y Menelao, fueron catapultados al rango de héroes. 

Atraída por la temática, la directora Corina Fiorillo, reconocida por su versatilidad y talento probados en los circuitos independiente, comercial y oficial, decidió aportar su mirada a la obra y fue en la búsqueda de Paula Ransenberg. La elección no pudo ser más atinada, no sólo porque ambas ya habían trabajado juntas en Nerium Park (2016), sino porque además la actriz cuenta con una experiencia sólida en el formato unipersonal, luego de Sólo lo frágil (2010) y Para mí sos hermosa (2013). Precisamente en ese entrenamiento, que se confirma en la interpretación, es donde se sostiene toda la obra cuya puesta es despojada, a diferencia de otros montajes de Fiorillo donde suele verse un mayor despliegue técnico y escenográfico. 

Apenas un decorado que contiene una pequeña tarima y una escalera acompaña el trabajo actoral. Con una forma que remite al mítico Caballo de Troya, pero con una estética inspirada en una carroza de Carnaval, revestida con papel dorado y flores artificiales de colores estridentes, la escenografía imprime a la obra un estilo vistoso e incluso festivo. En esa misma línea, es especialmente congruente la composición que encarna Ransenberg, vestida de rojo furioso, con una peluca de cotillón violeta y maquillada en exceso. Mezcla de drag queen y vedette de los ochenta, el personaje revela a la perfección la lucha contra el paso del tiempo que llevan a cabo los cuerpos que alguna vez vivieron de su belleza. Helena intenta detener la decadencia a la que fue condenada. Por eso los colores, los brillos y hasta los boleros que canta, con los que termina de coronarse la identidad latina que adquiere la pieza.   

Cada elemento de la escena parece estar configurado para generar un sentido contrario al que se expresa en lo textual. Como si con esa máscara escénica, donde confluyen variedad de formas, texturas y ritmos alegres, se buscara suavizar un relato atravesado por el dolor, donde se abren, al mismo tiempo, múltiples debates que se conducen hacia un mismo objetivo: una crítica implacable al orden patriarcal. Ahí es donde Helena se redime, y se libera de los estigmas con los que carga. Cuestiona a los hombres que la maltrataron, a los que inventan guerras y a los poderosos que escribieron su historia, y en ese mismo gesto de rebeldía se enfrenta hasta con su mismo padre. Pero también recuerda el momento en el que conoció el amor genuino y la libertad de desear y ser. En esa transición de objeto deseado a sujeto deseante, y en ese juicio que ella misma crea para reclamar su absolución, Helena reivindica su verdad y encuentra voz propia. Todo un símbolo del tiempo actual.