La directora de cine Agnès Varda, en su película Faces Places (2017), confiesa: "I tried to be a joyful feminist, but I was very angry" ("Intenté ser una feminista alegre, pero estaba muy enojada"). Esa confesión encierra una de las claves más razonables de la existencia femenina -más o menos feminista- que se fije un poco más o menos en su contexto: el enojo es una reacción casi instantánea y saludable ante una situación desigual que se remonta demasiado atrás en la historia de la humanidad. Pero también encierra un peligro: ¿qué hacer con todo ese enojo? ¿A quién se dirige? ¿Cómo se convierte en algo que no se limite al berrinche? No porque el berrinche no sea una salida válida; cada uno hace lo que quiere -o lo que puede- con su enojo. Sin embargo, el berrinche carece de fuerza política y trae aparejado el debilitamiento de una posición de diálogo reconocible por otros como tal. (Nos guste o no, corremos el riesgo de ser la loquita, la menstruada, la emocional… y si no que se lo expliquen a Hillary Clinton. Eso, lamentablemente, también es parte de nuestro trabajo: construir nuestras voces de una manera que pueda ser escuchada y atendida, por parte de las personas que, también lamentablemente, están a cargo de la administración de los privilegios).

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Cuando un amigo, editor literario y académico que trabaja para la editora universitaria y que tiene su proyecto editorial propio en Rosario, me contó que lo acusaron por criticar un eslogan feminista, ya sea por su estética o por su sintaxis, pensé en las formas del enojo feminista. Pensé en su comentario, entre otros, sobre "Que sea ley", eslogan inspirado en parte por un discurso jurídico en el que la exclusión de género es moneda corriente, me hizo acordar a la máxima de la poeta estadounidense Audre Lorde, que terminó dando título a un ensayo fundante para el feminismo interseccional: "the master's tools will never dismantle the master's house" ("las herramientas del amo nunca van a desmantelar la casa del amo"). Identificar el enemigo es imprescindible cuando una está enojada: la lucha es interminable y desigual, la energía para la lucha es limitada, la estrategia y la inteligencia son entonces esenciales.

Pensando en lo contraproducente de este ataque, me acordé de otro. La escritora Valeria Luiselli, una de las voces más potentes de hoy, escribió en 2017 un artículo de una lucidez y una simpleza muy necesarias titulado "Nuevo feminismo" (su argumento se resume en el subtítulo: "Todas las mujeres brillantes que conozco han tenido que remplazar el libre ejercicio del pensamiento complejo por el aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas"). Entre las voces que se alzaron en contra de las ideas de esta columna, donde atacaba en esencia la pauperización de la lucha en época de Trump y la forma en que las condiciones terminan decidiendo un poco lo que las mujeres hacemos con nuestros reclamos, es decir, con nuestros cuerpos y con nuestro tiempo, estuvo la de Selva Almada. En Facebook, plataforma al parecer privilegiada para este tipo de ataques (y no una exactamente feminista), la escritora argentina acusaba a la mexicana de bastardear una lucha legítima, agenciándose primero el derecho de definir los términos de la lucha y patoteando una crítica tan inteligente como actual. La cuidadosa argumentación de Luiselli estaba ilustrada con ejemplos fascinantes como el de una diseñadora que trabajaba para "integrar, a la estandarizada fórmula de los trajes espaciales de la NASA, el factor inevitable de la menstruación de las astronautas". En las iracundas y sucintas palabras de Almada aparecía simplificada en el contraste entre "quedarte en casa pensando tus ideas brillantes" con "salir a las calles a pelear por tus derechos", además de acusarla de "defenestrar" el feminismo. Mucha confusión hay ahí: si uno lee la opinión de Luiselli, es claro que reclama para las mujeres espacios de una inteligencia que la autora de Chicas muertas no consigue desplegar en su ataque.

Hay que atacar, está claro, y no hay que dejar pasar ni una sola oportunidad de hacerlo. "Complain and explain" ("quéjate y explícalo"), nos instiga la escritora Molly Lambert, en "Can't Be Tamed: A Manifesto" (2011), un manifiesto tan lúcido como combativo y estratégico, ilustrado con fotogramas de la serie Mad Men, donde llama a la solidaridad de género con instrucciones muy precisas. Hay que hacerlo con inteligencia, tanto en los términos del ataque como en la elección de los enemigos. Mi amigo es un aliado de la causa feminista; creyó en más de una mujer en la que nadie había creído antes cuando publicó sus primeros libros (mientras alguna de sus acusadoras dedicaba devocional atención a uno de los episodios más machistas y misóginos de la historia de la literatura argentina… mucho antes de que el feminismo se pusiera de moda, claro). ¿Que su opinión sobre un eslogan caro a la causa es debatible? A debatir, entonces. A cuestionar sus premisas, pero no su capacidad de opinión (la crítica empezaba con que "nadie le pidió" su opinión… un argumento claramente problemático para la historia del feminismo, que no existiría si sólo hubiera lugar para reclamos y opiniones habilitados por los árbitros del diálogo).

Tomar como objeto de ataques so called feministas a una persona que pone en cuestión las herramientas de la lucha es de una simplificación tan burda como falaz (lo atacan, esencialmente, porque es hombre). Y cómoda: limitar el ataque a la atribución de etiquetas (lo llaman "machirulo" y lo acusan equívocamente de "mansplaining") es demostrar incapacidad para el debate, para la argumentación y el diálogo, ámbitos en los cuales las mujeres debemos desplegar los mejores recursos que tenemos en tiempos como los nuestros. Si podemos trascender el berrinche, encuentro una especie de imperativo ético para hacerlo. Allí reside el valor de transformación de nuestras intervenciones y su potencial político. Pero las redes sociales tienen espacios de sobra para la banalización de todos los discursos, así como los tienen para que cualquiera que acuse de machismo a un hombre porque sí pueda procurarse con un gesto tan insignificante la flamante etiqueta de feminista (aunque más no sea ante otras feministas de la misma estirpe).