Estoy en Barcelona tras los pasos de Juana Bignozzi. La poeta argentina (1937- 2015) vivió en esta ciudad entre el 74 y el 2004, pero de aquel tiempo sus amigos porteños no sabemos prácticamente nada. Después de vivir la agitada Buenos Aires del 60, de bar en bar, partió a Barcelona donde se dice que no frecuentó ambiente literario alguno. Que no trazó relaciones perdurables, que vivió una vida silenciosa junto con su marido Hugo, abocada a la traducción de libros del italiano y del francés para el enorme mercado editorial español. Que hubo viajes, largas vacaciones anuales hacia distintos puntos de la Europa cultural, que al finalizar la traían de regreso a una ciudad donde decidió vivir una vida anónima. La explicación me resulta insuficiente, un resumen hecho para no dar demasiadas explicaciones. Esta es la razón por la que aprovecho un viaje relámpago a España para indagar en Barcelona lo que se pueda sobre la vida de Juana Bignozzi durante esos treinta años, sus años españoles, de los que me niego a creer que no hayan significado nada. 

Me alojo en casa de mi amiga Marina, en el barrio El Raval: casi todas las cosas que me interesan visitar quedan cerca. La Filmoteca está a unas cuadras, el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea) a otras, al lado un viejo hospital devenido Biblioteca, con un jardín interior con wifi libre del que me cuelgo toda vez que puedo; algunos metros más allá, el Museo de Arte Contemporáneo. En ese lugar vi, la última vez que viene a esta ciudad, una despampanante muestra de las obras que Osvaldo Lamborghini hizo con su mujer Hanna Muck treinta años atrás. Siguiendo la línea del pensamiento acerca de qué hacen los escritores latinoamericanos que viven en Barcelona, llego a Lamborghini: él desplegó una obra visual, su teatro proletario de cámara. Dibujos, pinturas y collage con recortes de revistas porno, intervenidas con frases de su puño, letra y genio.  

El Raval es una sección vieja de la ciudad, el centro nervioso y no gentrificado todavía, todo lo que veo me hace pensar en cómo sería esa Barcelona de los años setenta cuando Juana llegó, o la de los ochenta cuando Osvaldo Lamborghini vivió: la Barcelona bohemia y peligrosa, antes del glamour y el dinero destinado a ponerla en el mapa del mundo, allá por el 92, cuando fueron los Juegos Olímpicos. Hoy el turismo manda y La Rambla es el territorio natural de los turistas nórdicos que chapucean palabras en español, relajados por las cervezas, vestidos con musculosas y confusos sombreros mexicanos. Pese a todo, aun se puede caminar por los pasajes laterales, el jardín de los carrers que se bifurcan, angostos y de piedra, que se ramifican y ramifican, como ramitas sin hojas. 

Mi viaje es casual, hasta hacía dos semanas no sabía que iba a estar acá. La obligación me espera en unos días y en otra ciudad, este momento oficia de prólogo, pero un prólogo que también se ramifica. Antes llegar, la research furiosa sobre la Juana catalana me dictó un encuentro con Diego Gándara, escritor argentino residente en Barcelona desde el 2001, que en su libro Movimiento único la menciona veladamente. Es muy amable por correo y me cita al atardecer, en un bar de la calle Elisabets, que como no podía ser de otro modo, es a pocas cuadras de la casa de mi amiga. Me cuenta también que mañana se presenta la antología Barcelona-Buenos Aires, once mil kilómetros compilada por la argentina Tatiana Goransky, donde hay cuentos de Gándara, Matías Néspolo, y otros escritores y escritoras, argentinos y catalanes, atravesados por alguna razón por ese hilo invisible que –empiezo a creer– une ambas ciudades. Conexiones sensibles y literarias. Éxodos y exilios, políticos y económicos, siempre tocados por la melancolía. 

Durante el día voy a conocer la casa donde vivió Juana. Mejor sería decir: voy a conocer su puerta. Es en la calle Provenza, cerca del Hospital Clínic. Es sábado, muchos negocios están cerrados y por más que pregunto en los que están abiertos, nadie sabe nada. No son lo suficientemente viejos como para recordar a esa curiosa señora argentina, alta y con un gran lunar en la cara, que vivió en esa calle durante años. Tengo que venir con más tiempo. 

Al atardecer, en el bar de la calle Elizabets, Diego Gándara me cuenta sus recuerdos de Juana. La frecuentó bastante cuando él recién llegaba, los primeros años del nuevo milenio, los últimos de Juana en el viejo continente. Su enojo con los catalanes era grande –decía que España era un país de pintores, no de escritores, “¿Por qué insisten en escribir?”– pero también entrañable. Terminamos riendo de las frases de Juana, siempre látigos pequeños y agudos. Me dice que citó también a un poeta amigo suyo, Bruno Montané, chileno exiliado por la Dictadura de Pinochet, radicado en Barcelona, tras una breve temporada en México. A los pocos minutos llega: es alto, de pelo plateado y elegantes rasgos germanos. Hablamos de poesía, pero no de Juana, a quien solo conoce de nombre. Me anota números de otros poetas a quienes debo llamar. Me cuenta de su editorial Sin Fin, que tiene con Ana María Chagra, hermosa diseñadora y agitadora cultural, a quién después conoceré. Me regala algunos libros, entre ellos una edición de El fiord, con la famosa foto de Lamborghini en piyama, pintando y fumando sin salir de su cama barcelonesa. 

Repentinamente me doy cuenta de algo que ninguno me dice, pero es obvio: Bruno Montané es un infrarrealista, amigo íntimo de Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, fundador del movimiento que Bolaño narró en su novela más famosa. Es, además, personaje de esa novela: es un detective salvaje real. Y está aquí, en el bar Elizabets, tomándose una caña, hablando –¿de qué otra cosa se podría hablar?– de poesía, de mi búsqueda acerca de Juana. Me recomienda que llame a Ana María, que seguramente me va a contactar con gente que la conoció. Eso haré al día siguiente y anotaré más nombres y números en mi libreta. Conocer a un detective salvaje es como conocer a un Beatle, o quizás algo más fantasioso, como un Power Ranger. También es como estar un rato adentro de la novela, donde Bruno era Felipe Müller, trajinando bares sórdidos en México DF. 

Mi amiga viene al bar, donde va llegando más gente, narradores amigos de los narradores presentes, la alegría sube como la espuma, pero nosotras quedamos imantadas por esa presencia alta y silenciosa, un revés que convertía la deriva apresurada en otra cosa. Una vuelta más de la investigación, que si es sobre poetas siempre es aventura y siempre inesperada.