La comunidad teatral está de luto por el fallecimiento de Lorenzo Quinteros, actor, dramaturgo, director y maestro, con una versátil trayectoria que se desplegó en cine, teatro y televisión. La Asociación Argentina de Actores (AAA) confirmó el hecho ayer y destacó su labor “de más de medio siglo”. Tenía 73 años. Pensaba que el actor era “un jugador”. Eso le decía a este diario hace unos años, en 2013, en una entrevista en su escuela de Villa Crespo que se llamaba precisamente El jugador, por la novela de Dostoievski. “Juega con su alma, su conciencia, el inconsciente, su existencia”, definía. Aún con tantos años de oficio, seguía apostando a la experimentación, en ese caso en el rol de director.

  Nació el 14 de junio de 1945 en Monte Buey, Córdoba. La primera disciplina que le atrajo fue la música. En la infancia, tocó el clarinete y el trombón en una banda de su pueblo. También participó de una puesta de Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona. Su padre solía hablarle de las obras que veía en Buenos Aires cuando viajaba, y por esos relatos comenzó a interesarse por el teatro. A los 18 años se instaló en una pensión porteña para dedicarse a estudiar la disciplina, y en 1968 egresó de la Escuela Nacional de Arte Dramático. El mismo destacaba que, al recibirse, en vez de ir a “pedir trabajo a la televisión” como hicieron muchos de sus compañeros, decidió armar su propio grupo. 

   Decía que uno de los libros que más lo había marcado era El teatro y su doble, de Antonin Artaud, y que el encuentro con este texto lo guiaba hacia “lo visceral, lo sanguíneo, la locura, los nervios”. Aunque se desempeñó en diversos medios, fue su participación como el doctor Denis en Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela (1986), la que le dio popularidad. Otros trabajos destacados en cine fueron La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986); Las puertitas del Señor López (Alberto Fischerman, 1988); Ultimas imágenes del naufragio (Subiela, 1989); Un muro de silencio (Lita Stantic, 1992); Buenos Aires Viceversa (Alejandro Agresti, 1996); Eva Perón (Juan Carlos Desanzo, 1996) y Valentín (Agresti, 2002). En televisión se desempeñó en varios unitarios, como Culpables, Por ese palpitar y Zona de riesgo. 

  Entre las obras de teatro en las que participó como actor se encuentran Sacco y Vanzetti, de Mauricio Kartun; La malasangre y El campo, de Griselda Gambaro; Saverio el cruel, de Roberto Arlt; El amante, de Harold Pinter; El resucitado, de Emile Zola; y La metamorfosis, de Franz Kafka. Como director tuvo a su cargo la puesta en escena de decenas de piezas, entre ellas El gigante Amapolas, de Juan Bautista Alberdi; Los escrushantes, de Alberto Vacarezza; Hormiga negra, suya, en coautoría con Bernardo Carey; Viejos tiempos, de Pinter; Dar la vuelta, de Gambaro; y Los impunes, de Ariel Barchilón. 

  “El actor primero hace, se larga, vomita, trabaja con los impulsos y después ordena. El director tiene que pensar todo el tiempo. Pero es un pensamiento libre. No me gustan los directores que no le dan libertad al pensamiento”, comparaba en aquella entrevista de 2013, cuando estaba por estrenar la obra surrealista Víctor o los niños al poder, de Roger Vitrac, en el Centro Cultural de la Cooperación. En el universo teatral, ocupó varios roles, ya que también fue autor –sobre todo en colaboración y junto con sus alumnos– y adaptador. Además, fue docente en la Escuela Nacional de Arte de Buenos Aires, en el taller de actores del Teatro San Martín, la Escuela Municipal de Arte Dramático y talleres propios.

  Un hecho interesante de su carácter como artista es que no se quedó cómodo en los circuitos oficial y comercial. Su espíritu de experimentación y juego lo llevaba a sentirse, de hecho, más cómodo en el ámbito alternativo. En 1997 inauguró la sala El Doble, por la “necesidad personal” de condensar actuación, docencia y dirección en el mismo espacio y trabajar “sin condicionamientos”. Allí, en la sala de Villa Crespo, podía estrenar con libertad materiales que en los otros circuitos no hubiese podido. Luego de una década lo cerró y habilitó un estudio. 

  Las palabras de Bernardo Cappa –quien en 2011 lo dirigió en Pezones mariposa, en El Camarín de las Musas– pintan un espíritu que podía percibirse al verlo en el escenario o a través de la pantalla. “Era un actor feroz con la ternura de un recién nacido. Hacía con muy poco mucho. Amaba actuar, pero no con ese amor narcisista medio pelotudo que se puso de moda ahora. No, con un amor hondo y turbio. Sabía que al actuar se pone en movimiento algo; sabía que cuando él actuaba cierto orden que no es del orden de lo real o de la razón ordenaba el espíritu. No le importaban una mierda el éxito ni las cantidades. Nunca lo vi hacer de taquito una función, siempre quería actuar”, publicó el director en su cuenta de Facebook.

  Esa palabra, “narcisismo”, era años atrás mencionada por Quinteros. Correrse de ella era también trascender lo mediático y permitirse transitar ciertos márgenes, decisión que se convirtió en estilo. “Vivo esquivando eso que es casi intrínseco de esta profesión, que tiene que ver con el narcisismo, con la histeria, con el egocentrismo. Hay mucho de esto, pero además hay un cultivo, como un amparo... tanto desde adentro como desde la prensa, desde las instituciones. Muchas veces, aquél actor que es más vanidoso es al que más se lo protege. Y cuando uno no está en esa línea queda mal parado”, decía en una entrevista concedida al diario Clarín.

  Quinteros fue distinguido en diversas ocasiones. Por su labor en cine y televisión recibió el Cóndor de Plata, varios ACE y el Trinidad Guevara. En 2003 recibió el Premio Podestá por su trayectoria. En 2012, como en 2015, sufrió un ACV. Recientemente, el 18 de marzo, recibió una medalla por sus 50 años de afiliación a la AAA, en una ceremonia realizada en el Palacio San Miguel, donde, según el comunicado de la Asociación, recibió una “ovación” de parte de sus colegas.