Uno de los pilares en que se asienta la práctica psicoanalítica es el denominado efecto retroactivo del lenguaje por el cual, contra todo lo que puede indicar el sentido común, es el receptor de una frase quien otorga significado a la misma: se habla así del poder discrecional del oyente. Se trata de un fenómeno que hace a la rica equivocidad del lenguaje, ese malentendido que da lugar al arte, la poesía y la política, pero también a las más viles manipulaciones cuando el oyente es sumido en la perplejidad, el desconcierto o la inhibición para la acción. De hecho, anular el poder discrecional del oyente es la maniobra clave del cinismo. En efecto, los pocos segundos que median durante una charla en que prima la buena fe, se pueden transformar en años si la maledicencia, la insidia o la canallada hacen del interlocutor un objeto de goce. En muchos casos este lapso es el que transcurre entre una consulta y el fin de un tratamiento que logra desarticular los efectos paralizantes de ciertas frases incrustadas en el cuerpo del sujeto. En otros, si es cierto que todo presente reescribe su pasado, es el tiempo que un pueblo (léase un cuerpo social) emplea para darse por advertido de la traumática experiencia de la que fue objeto. El 26 de abril de 2013, cientos de policía a las órdenes del Ministerio de Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, que en ese entonces gobernaba el actual presidente de la Nación Mauricio Macri, ingresaron a punta de pistola al predio del Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial Dr. José Tiburcio Borda y dispararon contra profesionales de la salud mental, periodistas, camarógrafos y los pacientes (sí, leíste bien: los pacientes) que allí se albergaban. El demencial episodio, que no tiene antecedentes – al menos en la historia de las democracias occidentales–, fue registrado por las cámaras de televisión y los fotógrafos presentes, algunos de cuyos cuerpos fueron alcanzados por las balas de efectivos policiales totalmente fuera de sí. Pocas horas después, durante una conferencia de prensa convocada a propósito de este descomunal atropello a las más elementales normas de convivencia, el Jefe máximo de la ciudad decía como todo descargo por el descontrol de las fuerzas de seguridad que de él dependen: “Qué locura”, para así desentenderse de toda responsabilidad en la comisión del hecho. Se trata de un mensaje que responde a una muy estudiada estrategia comunicacional cuyo objetivo es sumir al interlocutor –el oyente– en la perplejidad, esto es: impedirle procesar el mensaje para así inhibir el juicio crítico que termine por descalificar al caradura, canalla o perverso capaz de semejante locución. Es que al decir: “qué locura”, el emisor del mensaje se corre, se ausenta, se sustrae de su lugar institucional y logra así descolocar a quien con su pregunta podría cuestionarlo. El mensaje perverso sume en la perplejidad, la culpa y la inhibición al auditorio por cuanto anula toda lógica capaz de sentar algún nivel de compresión. Esto es pura y brutal violencia institucional: una locura, aunque de muy distinta dimensión de aquella con la que el sentido común suele calificar a quienes padecen trastornos anímicos. En efecto, para el psicoanálisis, la locura –que no es la psicosis– alude a un conflicto ético, a saber: ése por el cual un sujeto no sólo no se hace responsable por los conflictos y desaguisados de los que es cómplice o causante, sino que además maniobra para cargarle al otro el peso material y moral de tales desastres. (De hecho, “no me psicopatees” se dice en la lengua coloquial cuando alguien se siente objeto de una manipulación moral por parte del semejante). Entonces, si el cinismo es borrar el poder discrecional del oyente, conviene restituirlo cuanto antes. Para nuestro caso, la locura de Macri y del PRO consiste en desentenderse de su responsabilidad en el actual desastre y cargar al pueblo que lo votó por las consecuencias de su pésimo y ladino desempeño en el gobierno. El incalificable video en el que Macri anuncia sus medidas de “alivio” en la casa de una supuesta “vecina”, que en realidad es una militante ya empleada para trámites similares, es una pieza ejemplar de este enloquecedor proceder, muy en sintonía con frases tales como: “No podemos seguir viviendo de prestado”; “los setenta años (que ahora ya son ochenta) de desorden”; “les hicieron creer que podían comprar...”; “la pesada herencia”; y muchas otras que atestiguan el carácter perverso del discurso oficial. A seis años de aquel acto de barbarie, los acontecimientos han demostrado que el ataque al Borda no fue más que la momentánea y explícita irrupción de una sistemática violencia institucional, cuanto más solapada más dañina, y por la cual millones de argentinos hoy padecen penurias, carencias y privaciones. ¡Qué locura!

* Psicoanalista.