Últimos días de verano en Alemania, 1991. Hugo y yo empezamos las vacaciones luego de tres meses de trabajo intenso en un pueblito cercano a la frontera con Holanda. Ver arte era casi lo único que nos interesaba entonces. Desde ese lugar comenzamos una excursión que duraría dos meses recorriendo museos y olvidando todo lo que estaba fuera de ellos. 

Llegamos al Museo Abteiberg, en Mönchengladbach. Nos encontramos allí con varias piezas increíbles de arte pop. En una pared, Warhol: una inmensa serigrafía florida expuesta entre las Jackies y unas latas de sopa. Un poco más allá, un par de Lichtensteins; son pinturas de instructivos para una acción sencilla. Una obra de Tom Wesselmann se apoya en el piso, simula la pared de una habitación. Y allá arriba, Polke. Sigmar Polke.

Conmoción frente a una fotografía. Es la más grande que haya visto hasta ese momento. El recuerdo de lo que muestra esa imagen es difuso, impreciso: creo que es una situación urbana, una calle, el horizonte torcido ¿Había un auto, o una camioneta? ¿Eran múltiples exposiciones? No puedo decir demasiado sobre la cosa fotografiada. En cambio, tengo presente en el cuerpo la emoción que me produjo estar frente a ese objeto.

La obra de Polke es una lámina de 127 cm de alto (ese es exactamente el ancho de la bobina de papel fotográfico) y unos dos metros de largo. No recuerdo si había un marco que la contuviera. Tal vez estaba adherida a la pared, en esa hermosa doble altura de la sala principal. Imposible acercarse. Una foto para observar desde lejos. 

Lo que vi ese día fue una combinación estupenda de monumentalidad e irreverencia. El papel blanco y negro exigido, la superficie fotográfica violentada, los bordes rasgados, la emulsión manchada, el referente opacado por el soporte, la materialidad relevando a lo representado. 

Es curioso que no tenga una fotografía de esa obra en mis archivos. Reviso los negativos de aquel viaje y la documentación de esa muestra termina en el momento en que mi novio mira extasiado un Warhol, justo antes de que nos detuviéramos frente al Polke. Entiendo que quedé desarmada en el encuentro de esta pieza (guardé mi cámara hasta el día siguiente). Entonces era una joven rebelde dispuesta a desobedecer los mandatos fotográficos. Polke lo había hecho magníficamente diez años antes. Y yo me estaba enterando en ese preciso instante. 

Supe después que para Polke el laboratorio era el lugar donde todo era posible, donde la contaminación de los químicos era bienvenida y las pruebas de materiales extremos, una práctica frecuente (¿será verdad que hizo obra con uranio radioactivo?). En el laboratorio su espíritu alquimista se ensanchaba, a veces alucinado por el LSD, apurado por acabar la obra antes de que termine el trance.

Quiero reencontrarme con esta fotografía. La  rastreo en la web. Investigo el sitio oficial del legado de Polke: el catálogo razonado está en construcción. La imagen no aparece. Fracaso. Sigo por donde debí haber empezado. Escribo al museo Abteiberg. Me comunico con Uwe, la encargada de educación y relaciones públicas, quien me envía la foto de una obra perteneciente a la colección permanente (¡es esa!). Más tarde me hará llegar información de registro:

Sin título (Willich), 1982.
Fotografía blanco y negro; pigmentos, exposición múltiple y procesos de trabajo en el baño revelador. Montada sobre bastidor de madera contrachapada.
Foto (irregular) 127 x 226 cm; bastidor 136,5 x 235,5 cm.
Ejemplar único.
Adquirido en 1987 como una donación del Fondo de la Asociación de Museos de Mönchengladbach.
Procedencia: artista.
N° de inventario: 9807

Tengo lo que buscaba. Suspiro, sonrío. Siento un atisbo de desilusión: ya no me gusta tanto como entonces. ¿Acaso hubiera sido mejor no encontrarla, seguir evocándola y aceptar sin reparos la potencia de la memoria desdibujada? A veces, el recuerdo trabaja a favor de las cosas. Aun así, me alegra ubicarla. No importa lo que veo ahora, sino lo que esa foto hizo en mí hace casi treinta años. Nada interesa la opinión de estos días, sino la turbación de aquel momento, cierta fascinación que sigue viva, más allá de lo que puedan ver mis ojos de hoy.


Andrea Ostera nació en Salto Grande, Santa Fe, en 1967. Estudió en el Centro Internacional de Fotografía (ICP-NY); participó de la Beca Kuitca 1997/1999 y recibió su MFA en la Universidad de Nueva York en 2001. Es docente en la Escuela Municipal de Artes Plásticas Manuel Musto. Persona (CCK, 2018), Affaire (Centro Cultural Ricardo Rojas, 2017) y Capturas de Pantalla (Mal de Archivo, Rosario, 2016) se cuentan entre sus muestras individuales más recientes. En 2018, Ediciones Diego Obligado presentó un libro monográfico: Obras/Works 1994-2017. Vive y trabaja en Rosario.