“Yo escribo con humor para que duela menos”. Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) repite su lema existencial con su tonada peruana en estado de reposo en la entrevista con PáginaI12. A los 80 años, no hay ademán de tristeza, pero quizá un dejo de melancolía por esta despedida anunciada de sus lectores argentinos y latinoamericanos. Permiso para retirarme. Antimemorias 3 (Peisa), volumen que presentará hoy a las 18, junto a Cecilia García-Huidobro y Federico Jeanmaire, en la sala Victoria Ocampo de la 45° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, será el último que publicará. El autor de una obra extraordinaria como Un mundo para Julius y La vida exagerada de Martín Romaña recuerda en el tercer tomo de sus antimemorias los años en que fue profesor en París, las historias con sus alumnas y las idas y vueltas con las mujeres de su vida; el encuentro con Joaquín Sabina en Lima, una noche en la que casi “nos matamos a botellazos”; su amistad con Julio Ramón Ribeyro; el mundo andino que conoció en los viajes en los que acompañaba a su silencioso padre –que viene de una familia de la aristocracia con ascendientes ilustres como un virrey y un presidente–, un hombre que hizo todo lo posible para que su hijo no fuera escritor. Todo duele menos cuando se lo lee a Bryce, un escritor que narra como los propios dioses. Escribe con el oído y con el corazón.

–Eligió como epígrafe de Permiso para retirarme. Antimemorias 3  el epitafio de Stendhal: “Escribió, amó, vivió”, y en una parte del libro señala que “nadie inventó mejor que Stendhal el ensueño, la ambición y el mar”. ¿Qué le debe a Stendhal como escritor? ¿Le dio la literatura, la escritura?

–No, en realidad no. Le debo una admiración y una gratitud enormes. Sus libros, sobre todo La cartuja de Parma, vuelven a mí y los releo, aunque sea por trozos. La única influencia que hay es el hecho de que me haga escribir, aunque el resultado es totalmente distinto. Pero me hace escribir y yo lo releo muchas veces.

–Resulta curioso el contraste entre sus padres. Por lo que cuenta, su madre era muy conversadora y recitaba capítulos enteros de En busca del tiempo perdido de Proust. Su padre, en cambio, era más bien silencioso. ¿Escribe, entre otras razones, para tratar de ponerle palabras a ese silencio paterno?

–No, mi padre fue un gran viajero de los Andes peruanos, a cada rato viajaba a la altura, a 4000 y hasta 5000 metros, y yo lo acompañaba y era un goce inmenso. A veces, en medio de sus largos silencios, surgía una conversación y yo la disfrutaba enormemente... Mi padre hizo todo lo posible para que yo no fuera escritor, mientras que mi madre siempre me apoyó y me acompañó en esta tarea grande que fue escribir contra la voluntad de mi padre.

–Cuenta que la historia familiar asegura que usted fue un niño demasiado inquieto. Que a los tres años su madre lo ataba a la pata de una cama como la única forma de mantenerlo tranquilo, pero que parece que ni atado se quedaba tranquilo. ¿Qué relación hay para usted entre escribir y recordar? 

–La escritura toma su distancia, pero hay túneles secretos que la mezclan con la vida, con la realidad, con lo vivido. Cuando uno escribe es muy importante volver a pasar por el corazón. Mi literatura ha estado muy ligada a mis sentimientos. 

–¿Permiso para retirarme será su último libro? ¿Ese “permiso” implica retirarse de la escritura? 

–Sí. Mi obra está cerrada. Es una despedida de mis lectores… es el final, tenía que llegar.

–¿Está seguro de que no aparecerá algún recuerdo, una historia que le contaron, algo que no pudo terminar, una frase, una imagen, lo que sea, que lo tiente y lo ponga ante la computadora para volver a escribir?

–Sí, estoy convencido de que no voy a volver a escribir.

–El humor es fundamental en su literatura. ¿De qué se ríe hoy? 

–Cada vez son menos cosas… Mi humor está basado más en la observación y no produce mucha risa; es un humor inteligente, perdón por la falta de modestia, es un humor que comprende, que no se burla. Jamás me he burlado de ningún personaje ni de ninguna persona; es un humor activo y que te acerca más a los personajes. Yo siempre he dicho que estoy contra la carcajada porque la carcajada suena violenta y al reírse uno tan fuertemente se le cierran los ojos y termina no viendo nada. A mí me gusta observar. Mi humor ha sido siempre fruto de la observación. Como dije alguna vez: yo escribo con humor para que duela menos.

–Hay una anécdota vinculada con Alan García. Una noche en París, García  cantó El cóndor pasa y usted estaba con Julio Ramón Ribeyro y le dejó unas monedas al futuro presidente del Perú, que luego siempre lo odió. Recientemente García se suicidó de un tiro y dejó una carta que leyó su hija en la que afirma que entrega su cadáver “como una muestra de mi desprecio a mis adversarios”. ¿Cómo interpreta este suicidio?

–García estaba políticamente caducado; en las últimas elecciones solo sacó un 5 por ciento de los votos, y se probó su vínculo con el dinero que le pagó una gran empresa brasileña, millones de dólares, creo que 20 o 30 a cambio de concesiones de obras en Lima. El suicidio de García es la puesta en escena de un hombre acabado.