El reciente fallo del juez Marcelo Martínez De Giorgi, en el que se dicta el procesamiento de ex funcionarios del gobierno kirchnerista por direccionar la licitación pública de las obras del soterramiento del tren Sarmiento en favor del consorcio ganador (conformado por Iecsa, Comsa y Odebretch) al mismo tiempo que establece la falta de mérito para los directivos de esas empresas por considerar que aún no está probado el cohecho, pone de manifiesto aspectos centrales vinculados a la corrupción como fenómeno social que ameritan ser analizados en clave sociológica.

 La corrupción en las sociedades contemporáneas expresa una particular modalidad de articulación entre elites económicas y políticas que trasciende a un gobierno o país en particular. Está impulsado desde las elites económicas que son las que buscan por diversos mecanismos la captura de la decisión pública en su propio beneficio. Ser beneficiados en contrataciones públicas, acceder a precios preferenciales, modificar marcos regulatorios, controlar acceso a mercados, entre otros, son objetivos recurrentes del poder económico que requieren mecanismos concretos de articulación con las elites políticas, entre ellos el soborno y la dádiva. 

 Sin embargo, la operación ideológica más exitosa de la elite económica en las últimas décadas consiste en haberle endosado la exclusiva responsabilidad de estas prácticas corruptas a la elite política, presentándose como víctima de un sistema que los extorsiona. Difícil de creer que los empresarios beneficiados por las licitaciones direccionadas no tienen nada que ver con el direccionamiento. O que los gerentes pueden pagar cuantiosos sobornos sin que los dueños se enteren. La naturalización de este sesgo, que varios medios de comunicación suelen reproducir acríticamente, resulta muy provechoso para los grandes empresarios que minimizan ante la opinión pública el rol protagónico que desempeñan en el proceso. A la vez, habilita discursos profundamente antipolíticos que impugnan desde lo moral a los partidos (en especial los “populistas”), sus dirigentes y representados.

 ¿Eso implica invertir el razonamiento y sostener que los políticos son víctimas? En lo más mínimo. El robo de recursos públicos es indefendible en cualquier circunstancia. Esa es una bandera que ningún gobierno que propicie la inclusión, la producción, el trabajo y pretenda recuperar el rol del Estado para ponerlo al servicio del desarrollo y el bienestar de la población debería bajar. Por eso es crucial contar con legislación, normativas específicas, organismos de control y formas de articulación entre los tres poderes del Estado, para regular y controlar el ingreso, el tránsito y el egreso de los funcionarios públicos. La honestidad no es el único requisito para ser buen funcionario pero es una condición ineludible para el buen gobierno y deberíamos exigirla siempre sabiendo que con eso no alcanza, que también se debe regular el lobby empresarial, la puerta giratoria, los acuerdos colusorios y otras prácticas que las elites económicas despliegan para apropiarse de recursos públicos en su propio beneficio. 

 La legitimidad de cualquier acción que busque un cambio sustantivo en esta materia se sustenta en las condiciones de probidad de quienes las impulsen, en la capacidad de articular con otros actores y de comunicar efectivamente evitando la lógica espectacular de los escándalos de corrupción. Y sobre todo, de una ciudadanía atenta y comprometida.

* Directora del Centro de Innovación de los Trabajadores (UMET-Conicet).