“La comida es hambre, la comida es dulce, la comida es rica, es descubrimiento, es viaje… la comida es color, la comida es goce, la comida es tierra, es mar… la comida es intercambio, la comida es dinero, la comida es despilfarro, la comida es agua, la comida es norte, es sur, es este, es oeste… la comida es rápida, es lenta, la comida es casa, es calle, la comida es juego del trabajo, la comida es fiesta, la comida es moda, la comida es presente, es futuro… la comida es mía, la comida es tuya, la comida es de todos… porque la ¡comida es vida!”. Con este texto, en 2015, abría la Exposición Internacional de Milán, que expuso obras de grandes artistas, del siglo XVII hasta el XX, relacionadas con los alimentos. Porque comer, saciada la necesidad fisiológica necesaria para sobrevivir, es una actividad humana que sintetiza una cantidad de operaciones culturales que nos diferencian del resto del mundo natural. Y en ese sentido, el placer de salir a cenar solo, en pareja, en familia o con amigos, puede transformarse en una experiencia única u olvidable.

Los milenios pasan, pero la comida siempre retorna: en forma de reclamo, como parte de rituales, de placeres, de reflexión, de arte. Extraída de la naturaleza y transformada por el hombre, aquello que Hipócrates (460 a. C. - 370 a.C.) definió como “res non naturalis”, incorporándola para siempre en el orden del artificio, tiene, además, en la mitología cristiana su máxima representación: la hostia (Jesús dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”) y en la iconográfica Ultima Cena (reunión de Jesús con sus discípulos antes de su muerte).

Dejando de lado que el gusto y el consumo funcionan, aunque esto no sea lo único, como procesos que legitiman distinciones sociales (Pierre Bourdieu dixit), si abrimos la puerta para ir a cenar encontraremos un amplio arco que va de los bodegones a restaurantes premium.

Además del precio, otras variables también entran a tallar al momento de elegir un restaurante. Porque hay quienes salen para no cocinar ni lavar platos; otros para los que la comida es sólo una excusa para reunirse con los demás. Hay los que buscan ser vistos y reconocidos, y los que salen por negocios. Los que lo hacen sólo para celebrar. Y también aquellos exploradores más selectos, que buscan que la comida se transforme en una experiencia central para descubrir las particularidades organolépticas de la materia: sabor, textura, olor, color y temperatura, concentradas en cada plato. Sensaciones que quizá queden grabadas en la memoria, aunque no todos después puedan dar cuenta de la experiencia con el preciosismo de Marcel Proust, quien en un flashback recupera entre tantas escenas gastronómicas “aquellos dos lenguados que muy pronto dejaron en nuestros platos la panoja de sus espinas rizada como una pluma y sonora como una cítara”. 

Una exploración en el que no sólo cuenta la calidad de la cocina sino también el entorno. Diversos experimentos han demostrado que al comer, el gusto es afectado por los sonidos y los colores, así como también por los cubiertos y la vajilla, que afectan la percepción de lo que comemos. De acuerdo a una investigación de la Universidad de Oxford, Reino Unido, la forma, el peso y el color de los cubiertos alteran el sabor de los alimentos. De la misma forma, la música puede aumentar o disminuir la percepción de sabores dulces, salados o amargos, e incrementar la de los platos picantes. Y a la hora de tomar un vino, no sólo la temperatura puede hacer la diferencia: investigadores del Instituto de Biomateriales y Bioingeniería de la Universidad Médica de Tokio, Japón, determinaron que la estructura de la copa también altera el sabor.

Copas, manteles, vajilla, iluminación, decoración, disposición de las mesas, la materia prima utilizada y el emplatado –la disposición de los alimentos para su presentación– pueden hacer la diferencia a la hora de sentarse a cenar para quienes buscan un viaje culinario alrededor de una mesa.

De todas formas, sin llegar a ese nivel de pretensión, a la hora de elegir quizás no esté demás recordar al mediático chef estadounidense Anthony Bourdain, fallecido el año pasado, quien afirmaba que “si el restaurante no se preocupa por cambiar las toallas o mantener limpio el piso del baño, imagínate cómo estarán las heladeras y las mesadas, a las que no tienes acceso. Los baños son bastante fáciles de limpiar, las cocinas no...”.