La crítica a lo patético podría tener cierto sentido cuando se transforma en pura exterioridad la expresión amorosa. No saber graduar las “razones del corazón” sería lo patético, palabra con la cual el liberalismo argentino eligió la frugalidad y la abstinencia en cuanto a la manifestación de las pasiones y también para fraguar sus juicios sobre el arte. El primer peronismo vulneró todas esas reglas, pero su forma de mostrar una pasión pública que no fuera chabacana ni grosera, se expresó en la figura de Evita. El “pathos” de Evita no derivaba hacia el concepto vulgar de lo patético –es decir, la emoción innecesaria que no conoce cómo moderarse–, sino que su figura surgía precisamente de la máxima estilización que se permitía la vida popular amorosa, cuando lo íntimo tocaba con su varita a lo social. Los enemigos del patetismo tenían ante sí la forma más elaborada del amor trágico en el seno de una maquinaria estatal.

Eva transitaba desde el ilusionismo de su guardarropa, los crudos obstáculos que le ofrecía una sociedad absorta que la escuchaba hablar a ella de la “revolución peronista” y que con su contundente “mis grasitas” ponía toda la política bajo la cuerda de los humillados y ofendidos.  Su plástica ubicuidad iba de sus atuendos sobrios a las vestiduras de gala, esa serie infinita de atavíos que preanunciaban su etéreo pasaje desde los salones del Estado a las escenas de fascinación que protagonizaban las multitudes proféticas. El vértigo con que se trasladaba desde una voz quebrada por dentro por una angustia indescifrable, hacia la leyenda que la quería impartiendo las decisiones más duras contra los “contreras”, indica de qué modo se abandonó a un juego de contradicciones que son la piedra basal de su mitología. La foto de Giselle Freund que consigue exponerla peinándose ante un espejo, contrariando su clásico rodete, los diálogos con el modisto Paco Jamandreu y ese agonismo profundo que nunca abandonaba en sus discursos, aunque fuera para inaugurar un campeonato infantil de fútbol, son a la vez la continuación de su carrera de actriz. Eva había representado en 1936 La hora de los niños, de Lilian Hellman, un gran éxito de la dramaturga norteamericana, esposa de Dashiel Hammet, acusada de comunista. Y luego, por relación posterior con Mario Soffici, Eva podría ser una ejemplificación en el terreno histórico de lo que había anticipado en 1938 el film Kilómetro 111. La crítica a los dueños ingleses del ferrocarril y el intento de una de las sobrinas del jefe de estación de entrar en la cinematografía viajando a Buenos Aires. 

Que el amor fuera un sentimiento público podía originar justas reclamaciones de los partidarios de un mundo amoroso solo destinado a confesiones íntimas o a la confidencialidad de las caricias. Del mismo modo, la igualación del amor público con el amor doméstico, suele ser el tema que Leónicas Lamborghini trató haciendo otro febril montaje del discurso de Eva, bajo la gran metáfora de una “hoguera”, donde lo que arde es un amor tratado como un tríptico. “Si veo claramente lo que es mi pueblo y lo quiero y siento su cariño acariciando mi nombre, es solamente por él”, se lee en La razón de mi vida. El provee las posibilidades, ella las recibe para poder ver a lo popular, que se muestra para ser querido y a la vez acariciar a quien la quiere. Las tres figuras, Perón, el Pueblo y Eva, la dejan a ella en un etéreo papel flotante, de médium. En ese célebre texto ella acepta poner su firma caligráfica, “Eva Perón”, con rasgos que calcan los trazos que salen de la pluma enérgica del que le da su otro nombre –del que sabe que la respalda cuando se independiza y reclama ser solo Evita. En esta vida legendaria, podemos ver en acto y en toda su plenitud teatral, todo lo que Freud había estudiado en Psicología de masas e ideal del yo, en 1914. Allí se hablaba del amor a los jefes, de las hipnosis como una tensión en las conciencias de las masas, del cemento libidinal que mantiene a toda clase de instituciones. Es como si estuviera escribiendo un libreto para la eclosión argentina de 1945. Sin ridiculizar, lamentar, reír o detestar las acciones humanas.