Que los Bielski eran tipos de cuidado, decían en Stankiewicz, el pueblito de Polonia donde habían nacido (usted pronuncie algo como estanquievich y está todo bien). También lo murmuraban en Novogrúdek, cuando algunos de los once hermanos fueron a estudiar y después en el bosque de Naliboki, entre los propios judíos que se cobijaron a su vera. 

Tenían una granja y un molino y eran los únicos judíos entre las trece familias del pueblo. No queda claro si eran así de bravucones porque se defendían del proverbial antisemitismo del este de Europa o si preferían azuzarlo con su aire insolente y sus modos desafiantes. 

En el verano de 1941 los alemanes dieron inicio a la operación Barbarossa, avanzando hacia lo que hoy es Bielorrusia. Ante el ímpetu y la violencia de la invasión, las fuerzas rusas y polacas no alcanzaron a responder ni con un suspiro, de manera que tierras y gentes quedaron con las raíces al aire, al arbitrio de los vientos de la guerra. Los hermanos Bielski recogieron lo que se les iba perdiendo a los ejércitos en retirada y se largaron al bosque. Allí les retumbó el suelo cuando avanzaron los tanques, oyeron las órdenes cortantes de los Einsatzgruppen –digamos grupos móviles para la eliminación física de razas inferiores–, distinguieron los lengüetazos sordos de los disparos y se asomaron expectantes a los límites del bosque, atendiendo a los gritos y lloros que, indefectiblemente, ponían punto final a las escenas cuyos ecos se les filtraban entre los pinos.

Los alemanes dispusieron un ghetto en Novogrúdek y otro en Lida y allí amontonaron a todos los judíos. En Lida los separaron en dos hileras. Los de la fila de la derecha eran los que seguirían viviendo; a los de la izquierda los llevaron a las afueras de la ciudad, a la orilla de una fosa larga y profunda. Los ametrallaron y los empujaron dentro. Un coro de alaridos incrédulos, de llantos chillones y ruegos ingenuos a un dios impávido arrullaron la masacre. Cuando acabaron con todos, los acomodaron con prolijidad y los taparon con una tierra que se retorció inquieta durante muchos días, dicen los que lo vieron.

Entre los hermanos Bielski, Tuvia, Zus y Asoil conocían el bosque como usted conoce los cinco dedos de la propia mano, decían. Que el bosque es muy amplio y extenso, pensaron, y que una vez equilibrados los afanes de la supervivencia, tenían que hacer lugar a tanto judío que había quedado abandonado al garete de su angustia, de su incapacidad para comprender aquel prodigio aterrador jamás presentido. Y los llamaron, presionaron al Judenrat –el consejo judío del ghetto que negociaba con la ocupación– para que favoreciera la huida; filtraron mensajes avisando cómo los esperaban, escribieron papeles secretos para dar indicaciones de qué hacer, a dónde ir y cómo llegar. Que buscaran a Konstantin Koslovski, un campesino gentil que los conduciría al lugar donde acampaba esa suerte de corte nómade que no podía afrontar el peligro de mantenerse mucho tiempo en un mismo sitio.

A Bella Stoll y a su hermano, por ejemplo, los habían sacado de Lida para subirlos a un vagón de ganado, camino del campo de exterminio de Maidaneck. Con un hacha que Bella había manoteado en el apuro de la deportación, su hermano rompió los barrotes de un ventanuco, se colgó hacia afuera, abrió la puerta del vagón y saltaron.  Lisa Reibel estaba entre los 250 judíos que quedaron vivos en el ghetto de Novogrúdek; a fines de mayo del cuarenta y dos empezaron a cavar un túnel. Cavaban con cucharas, con tenedores, con las manos y guardaban la tierra en el hueco entre la doble pared. En septiembre estuvo terminado y una noche tormentosa salieron por el hueco finalmente abierto. Los alemanes los vieron brotar por la boca del túnel y dispararon; apenas la mitad llegaron al bosque.

Tuvia era como su Moisés y tras él vagaban su destino incierto, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo esperanzado de la voluntad. Zus recorría el bosque y los poblados avizorando peligros, localizando a los escapados como Lisa Reibel y Bella Stoll y olisqueando el sustento. Con su pequeño grupo de choque robaban en las granjas, mendigaban en el pueblo, presionaban a los campesinos por trigo y papas, por carne y repollos. Averiguaban qué onda en el ambiente, descubrían a los delatores y más de un colaboracionista pagó con su vida y la de su familia el mal gusto de andar denunciando dónde se escondían los perseguidos. A Batia Kuschel, por ejemplo, lo fueron a buscar, lo llevaron al bosque y el menos glamoroso del grupo le cortó la cabeza de un hachazo, por buchón, dijo. Así dividido en dos partes, lo colgaron de un puente incendiado con un cartel admonitorio. Asoil llevaba las relaciones con los partisanos soviéticos que comandaba el general Platón. Con ellos estallaron rieles, descarrilaron trenes, urdieron emboscadas, atacaron instalaciones alemanas, robaron armas, colapsaron puentes. Pero entre los más de mil trescientos judíos que se les unieron hasta el final de la guerra, solo unos ciento cincuenta entraban en acción. Porque los Bielski no quisieron limitarse a reunir gente joven y guerrera como la generalidad de los grupos de la resistencia. Tuvia aclaraba que no le interesaba matar a diez alemanes si no era capaz de rescatar a cualquier vieja judía y bichoca que no hubiera tenido otra posibilidad de sobrevivir. Estaban en guerra ante un enemigo impiadoso y solo querían seguir enteros hasta que esa guerra terminara.

Cuando los alemanes iniciaron la operación Hermann para cazar partisanos, el grupo Bielski sufrió muchas bajas, así que decidieron internarse hacia el este, cruzando los pantanos del río Niemen. Sabían que las aguas no se separarían para dejarles paso como había sucedido ante el Mar Rojo algunos miles de años antes y los que tuvieron esa esperanza no se atrevieron a confesarlo. Se subieron los críos y los enfermos sobre los hombros y atravesaron la ciénaga con el agua hasta acá. Y dicen que, cuando necesitaron descansar, se ataron a los árboles para no caer dormidos y ahogarse. Así caminaron a los bosques de Naliboki, al oeste de Minsk, donde fundaron una base estable que llamaron Pequeña Jerusalén del bosque. Por las noches, sentados alrededor de un fuego discreto, cantaban en ídish o en polaco o en ruso para apuntalar el alma, para recordar que seguían siendo humanos, que tenían memoria e intuición de futuro y también un nudo duro e impenetrable en el pecho, reacio a echar ese tiempo en el olvido y, mucho menos, a perdonar como si no hubiera pasado nada.

Un día del mes de julio de 1944, sonaron ruidos distintos cuando la artillería del Ejército Rojo irrumpió en el bosque. Son libres, les dijeron, la guerra terminó. 

Apuran el final de esta nota los labios temblorosos y los ojos secos de Lisa Reibel, cuando se atrevió a volver a Novogrúdek, sesenta años después, invitada a la inauguración del museo del ghetto. Lloró ante su propia foto y frente a la entrada del túnel por el que se había escapado aquella noche tormentosa de septiembre. 

Ojos de Lisa Reibel que se parecerán a otros más cercanos a nosotros en el tiempo, en el espacio y en la vivencia personal, también violados por los tantos espeluznes que debieron ver y padecer, ojos que un día se atrevieron a regresar –invitados por el primer presidente de la democaracia que les pidió perdón en nombre del Estado argentino– para hollar los resabios de la tortura y el asesinato masivo, para revivir y dar fe de las irreverencias a que los sometió la dictadura. Porque han pasado setenta y tres precarios años desde el 8 de mayo en que terminó formalmente la Segunda Guerra y pocos más de cuarenta desde que la autocracia absoluta desapareció a treinta mil, dos barbaries que, si recorremos hacia atrás los miles de años de la Humanidad, no están ni a un suspiro de distancia. Lo que nos separa de ellas es apenas un parpadeo de la Historia. 

* Escritora y periodista.