Puede parecer extraño empezar un artículo sobre la construcción de una fortaleza lgtbi en Alemania evocando la reciente clausura de los cines porno de Buenos Aires. Pero el cuadro de la triste actualidad sexopolítica porteña –ay, usemos un término teórico que suena bello– en apariencia menor y periférico, creo, ilumina hoy el marco globalizado de la diversidad como aspiración a un territorio exquisito, como un programa homogéneo e inmobiliario que hace de su anterior, intenso y singular devenir la búsqueda de un Eldorado para una diferencia que se anhela sedentaria.

Los diarios nos ofrecen en una misma semana dos noticias en apariencia, y solo en apariencia, desconectadas entre sí: por un lado, el cierre en este confín sudamericano de aquellas salas históricas donde convivían pajeros y mamadores compulsivos, locas hambrientas de chongos oficinistas o malevos, de todas las edades y clases sociales o héteros supuestos gozando con maricas supuestas. Por el otro, el anuncio de la apertura en Alemania de espacios educativos y libres de acoso para niñxs homosexuales y trans. Y edificios de viviendas libres de intrusos heterosexuales para que puedan ser criados por sus madres lesbianas y padres gays. ¿Tendrá algún significado la simultaneidad de los das noticias? 

La higiene social

Los argumentos contrarios a ambos eventos surgen con facilidad, y en el caso de los cines se suma la ira de los habitués. ¡Por qué mierda la emprenden contra los últimos ámbitos sexuales realmente diversos, justo ahí donde no se pavonea la musculoca electrónica ni se ilumina una pantalla de celular con el aviso de “machito cero pluma busca par¨! Ya me dirán que soy una resentida, pero vamos, que no hay arma mejor de crítica que no nazca de un malestar. La bronca es la vía regia para reflexionar sobre las ruinas de una época. El Estado arguye razones de salubridad y supuesta trata de personas. ¡La salud!, justo en la misma ciudad donde murieron chicos extasiados en el carísimo Costa Salguero, sin que hubiera agua corriente que los salvase, y donde se quita presupuesto a los programas de prevención del VIH–Sida. ¡Y de trata de personas!, acá donde los talleres de esclavos parecen salidos del antiguo testamento. O sea que las razones no deben buscarse en la salud pública, ni en inexistentes cafishos entre las butacas del cine, sino en la higiene social. Y cuando decimos acá social, decimos también homosexual. Las salas de cine no sobrevivían sino como periferia oscura y decadente del mercado lgtbi, ese refugio de placeres a crédito contra el estigma pero con luces de neón y verdaderos negocios asegurados. En las viejas salas obsoletas, en cambio, las maricas envejecían y contaminaban el victorioso modelo económico cultural lgbti. Es que aquello que el Estado y algunos aventureros del palo llaman con angurria de prestamista ¨la diversidad¨ precisa de singularidades uniformes y de territorios luminosos. No hay argumento favorable para esta clausura de la sexualidad (la vieja sala de cine porno) como desborde de la normalidad urbana.

En cuanto al emprendimiento inmobiliario de la organización lgtbi alemana Schwulwnberatung (menudo nombre), abocada a temas de HIV–Sida y derechos del colectivo, la idea de levantar en la ciudad un espacio en bloque y apartado  (además de las escuelas, 60 apartamentos, sumados a dos centros de personas necesitadas de cuidados especiales, restaurantes y oficinas de administración) el debate no se cierra con los esperados pensamientos contra el aislamiento y el libre mercado ni con la ira del cronista. Porque es verdad que las personas a quienes va dirigido el proyecto millonario, por el que compite más de una organización, quizá deban atravesar infancias cercadas por el prejuicio o, en el caso de los adultos, cierto rechazo social. Pero cuesta creer que en Alemania las realidades de padres y madres diversas sean decididamente angustiantes, y entonces las respuestas  habría que buscarlas en otra parte, además del obvio llenado de bolsillos de las constructoras. De pronto la antigua profecía de Néstor Perlongher sobre la asimilación (o ingesta) de la homosexualidad en el cuerpo social pareciera darse en el primer mundo pero a la manera de las sectas, clubes o religiones.

La diversidad sin diversidad

Como un modelo de vida llamado “diverso” que se daría, paradojalmente, en comunidades cada vez más homogéneas. Así, un territorio endogámico suplirá los puentes urbanos que cruzaban los viejos aventureros del sexo sodomítico, muchas veces en busca de un opuesto. Y en el caso de Estados Unidos, donde surgen programas inmobiliarios idénticos, se reproduciría de esta manera la tradición de comunidades cerradas fundantes de ese país: los diversos que conforman la nación se aglutinan en salones familiares. Afros, italos, latinos, queers, amish, mormones. La idea, me parece, funcionaría ahí sin mayores inconvenientes a causa de la lógica sajona. Y en Alemania, donde pesa tanto el apego a la tierra, al propio territorio, también. Pero no lo veo tan claro en estas latitudes sudacas de éxodo, intercambios pro–chongos populares creativos (por más que nos quieran redireccionar los fluídos con la clausura de los cines) e hibridación cultural, si es que alguien está pensando en algo parecido.

Acaso el plan de un hábitat aislacionista lgtbi sea solo un afán preventivo o cautelar, en tanto la sociedad no dé muestras de ir disolviendo hasta un mínimo no imponible el costo de la homofobia. Ese sería, en todo caso, un probable argumento a favor de los proyectos alemanes y yanquis, en medio de tantos otros en contra. Lo cierto es que en un mundo que se hace mercado además de fábula, cada población sueña con una casa en común contra la amenaza del Otro (el migrante y el racista, el pobre y el rico cercado, el raro y también el homófobo), El sueño epocal que se invoca es el de alcanzar, por fin, Eldorado, un paraíso de placeres singulares, exclusivos pero miméticos. El deseo de una unidad mimética de diferentes –un imposible número Uno de la diferencia– donde en el inútil camino a su concreción se borren los peligros del afuera contra las propias comunidades, pero también los antagonismos que siempre habitaran en ellas y que las exceden. Vale decir que dentro de las poblaciones lgtbi habrá quienes puedan, como iguales, pagar el crédito a su vivienda–bunker exclusiva construida por las organizaciones alemanas y quienes, menos iguales por motivos de economía o de papeles en regla, continuarán lidiando con la homofobia, extramuros de la fantasmática ciudad soñada.