Quien lea con atención este relato de Sneh –prefiero llamarlo relato antes que novela– advertirá muy pronto qué difícil es hacer un bosquejo temático de él, porque si empieza por el vagar un poco desconcertado de una narradora de estirpe judía en esa Varsovia actual, minuciosamente reconstruida, no cesa de cruzar, una y otra vez, historias fragmentadas, siempre tomadas in media res, e interrumpidas abruptamente, antes de su conclusión. El hilo conductor es la errancia de la memoria: la ciudad –Varsovia– reconstruida como para sepultar la ausencia de judíos; el ghetto de esa ciudad convertido en una suerte de parque temático para turistas; el ir y venir entre la ciudad polaca, extraña por la lengua, pero no por lo que transmite la memoria de la estirpe, estirpe del libro y de los nombres que se conservan más allá de la vida individual; y esa ciudad maldita y entrañable que es la ciudad porteña, donde se gestó el amor, pero también la destrucción del terrorismo de Estado, evocado, sesgada pero incisivamente, sin falsos patetismos, pero con implacable veracidad, en diversos momentos del relato por historias que se desvanecen en la angustia.

Perla Sneh ha podido sortear de diversas maneras la fácil pendiente del patetismo que disimula la profundidad del sentimiento. Hay, aquí y allá, relámpagos de ironía y de humor negro, como cuando dice, refiriéndose al exterminio nazi: “El cementerio quedó, no mataron a esos muertos, fueron los pocos que sobrevivieron”.

También conectando sorpresivamente los nombres, esos nombres que navegan –son palabras de la autora– por el mapa de la destrucción, como ese polaco Nalewki que un poema sobre la calle Corrientes nombra: la ciudad maldita, la ciudad de la memoria doliente y gozosa, es, con toda evidencia, una ciudad múltiple.

Y, sobre todo, con el estilo, en el cual conviven el lenguaje arduo que proviene de fuentes ensayísticas, la intensidad de la lírica idish y porteña, con el lenguaje más peculiarmente coloquial, como ese remate sorpresivo ante el título enfático de una mesa redonda: “La traducción. Valor y vigencia de una práctica fundamental”, allí agrega, sin que se necesite más: Tomá mate...

Abundan los nombres, como corresponde a una oficiante judía, pero los nombres más hondos e inolvidables, los nombres propios de él, de ella, de padre, de madre, están ausentes. En el amor se trata de “vos”, o de “él”, o de “ella”, en una narración que pasa sin cesar de la primera a tercera persona.

Quizá haya una razón para ello, en la medida en que amante y amado, padre y madre, son figuras dispersas y míticas. Padre y madre tienen, a través del amor, incondicionalidad que solo la muerte interrumpe; él y ella, enlazados a veces, separados otras, no cesan de apelar a la utopía del amor, que no es otra que el volver a encontrarse, siempre.

Es lo que expresan admirablemente las palabras finales del texto: “¿Volveremos a encontrarnos? Sí, mi querida, sí; a cada vuelta de página. La separación predestinada significa que habrá encuentro en el futuro. Ella volvió a pronunciar sus nombres. Escuchó la voz de él deletreándole los suyos. Y entonces leyó con cuidado, en voz bien alta, para que ni ella ni él perdieran palabra: El papel quiere volver a estar vacío, como lo hará la tierra después de nosotros”.

Conforme a la tradición judía, se exalta el nombre, el nombrar en voz alta; sin embargo, no se dice ningún nombre en particular, seguramente para que el lector diga los suyos y quizá porque el anonimato, lejos de ser prescindente cuando es elaborado con voluntad de transmisión, llama a la nominación, uno de los modos imprescindibles para evocar en medio de la ruina, en medio del dolor y de la devastación, algo de la felicidad.

Una vez de modo explícito y siempre implícitamente, Sneh afirma la alegría de escribir que es un poder de preservar; el inglés le permite, púdicamente, abruptamente introducido sin necesidad de justificaciones, evocar la poesía: He ‘s a walker in the rain, he ‘s a dancer in the dark.

Caminar bajo la lluvia y danzar en la oscuridad son como esquirlas (palabra que la autora utiliza en el mismo contexto) de una pasión que se expresa en “Letanías de vocales, crujir de consonantes”.