Existe una tendencia en los medios de comunicación a traducir a lo cercano información aparentemente lejana. Por ejemplo, si Estados Unidos mantiene una “guerra comercial” con China, la respuesta que se busca inmediatamente es “cómo afecta los precios del comercio exterior” y, por lo tanto, el ciclo económico interno. Otro ejemplo, ajeno a la citada disputa, es el hecho de que si se enferman los cerdos de China ello puede significar que Argentina venda más carne porcina, pero también que caigan los precios internacionales de la soja, de la que salen los pellets de residuos de la molienda utilizados para la alimentación de estos animales, precisamente uno de los productos estrella de la canasta de exportaciones local. Parece lógico entonces que, al menos en el corto plazo, el precio de las commodities de exportación ocupe el centro de la escena en la búsqueda de respuestas, más para una economía especialmente necesitada de divisas.

Sin embargo, esta inmediatez puede hacer perder de vista que lo que se manifiesta como una “disputa comercial” entre Estados Unidos y China es en realidad una puja mucho más profunda que, a su vez, tiene otra manifestación más potente en “la guerra tecnológica”, guerra que refleja el verdadero enfrentamiento de fondo por la vanguardia del sistema económico global.

Hasta hace poco se sabía que la competencia entre las dos principales potencias mundiales era como la carrera de dos autos en la que el vehículo estadounidense marchaba primero, pero el chino avanzaba más rápido. Lo mismo ocurría, con menos temores, en materia de tecnología, situación que se describía con una parábola muy utilizada normalmente referida a los iPhone: “pensados y diseñados en Estados Unidos, construidos en China”.

Tan cerca como en 2014, cuando se observaba la lista de Forbes de las primeras 500 multinacionales se encontraba que el grueso de las tecnológicas eran estadounidenses y que le seguían las japonesas y las europeas. China venía todavía muy atrás. La idea generalizada era que la nación asiática se comportaba como una desconocedora serial de patentes y que sólo buscaba reproducir tecnología ajena sobre la base de las súper explotación de la mano de obra, es decir con salarios bajísimos.

El estereotipo puede haber tenido algún contenido de verdad en etapas tempranas del cierre de brecha tecnológico. Quizá hasta se tratara de una estrategia inherente a ascender en la escala de las cadenas de valor. La todavía presente guerra por el control y los estándares de Internet de quinta generación, el 5G, cuya cara visible es la demonización estadounidense de Huawei, la gran competidora china, incluida la toma de rehenes y las acusaciones de espionaje, demuestra, volviendo a la parábola, que China también “piensa”, es decir que también está a la vanguardia de los procesos de creación y diseño. Las actitudes defensivas, como la decisión de Estados Unidos de impedir la compra de Qualcomm, una firma líder en el desarrollo de redes y tecnología móvil, por parte de un grupo chino, refleja no sólo temor, sino que la verdadera lucha por la hegemonía es primero tecnológica antes que comercial.

En cualquier caso, China ya no es la factoría que roba know how, como quedó demostrado, por ejemplo, con el logro de alunizar una sonda robótica en el lado oscuro del satélite terrestre. Tampoco el país que sólo crece en base a exportaciones y mano de obra barata. Por más restricciones comerciales que en el futuro encuentre en el mercado de América del Norte y sus satélites, China podría hasta simplemente crecer hacia adentro, es decir, desarrollando el potencial de su gigantesco mercado interno, una de sus tareas del presente.

De acuerdo al “2019 Global R&D Funding Forecast” la potencia asiática ya concentra el 22 por ciento de la inversión mundial en Investigación y Desarrollo, más que toda Europa junta, que alcanza el 20, y ya cerca del 25 por ciento de Estados Unidos. Como en la carrera por los PIBs, aquí también el auto chino corre más rápido y el mismo informe prevé que sobrepase al estadounidense tan pronto como en 2024. Como dato al margen, nótese el patetismo de que mientras la hegemonía mundial es determinada por el nivel de inversión en I&D, en el plano local se asiste a una progresiva destrucción del financiamiento del rubro. El ascenso de China aparece entonces como imparable y, en consecuencia, en los próximos años se verán muchos intentos de Estados Unidos por frenarlo. Y en particular se verán grandes disputas por la influencia sobre distintas regiones del planeta, entre ellas América Latina.

Es altamente probable que sean estos hechos externos, aparentemente lejanos, los que expliquen la presente sobrevida de la economía macrista. Sólo la reactivación de la doctrina Monroe (América para los “Americanos”) permite entender el multimillonario apoyo estadounidense a un modelo fallido. Como se sabe, la caída de Cambiemos se evitó por la decisión de Donald Trump de canalizar a través del FMI 57.600 millones de dólares. Hoy se habla incluso hasta de un posible aporte directo y de última instancia del Tesoro estadounidense si las reservas del Banco Central, engordadas primero y recientemente liberadas por el FMI, llegasen a ser insuficientes para evitar una casi segura corrida pre electoral. Bien mirado y siempre que se logre evitar una crisis cambiaria, una transición ordenada es una buena noticia para el conjunto de la población, dicho esto último con prescindencia del tremendo nivel de deuda que el estropicio macrista heredará a las futuras administraciones.

Mientras tanto, la continuidad de la construcción de hegemonía estadounidense en la región no será tarea sencilla. La actual hegemonía política conseguida por Estados Unidos tiene pies de barro, fundamentalmente por las relaciones económicas preexistentes con China. Dicho de otra manera, por un lado está la avanzada diplomática y política de Washington y por otra la dependencia económica con Beijing. Hasta parte de las reservas del Banco Central son un swap de monedas con China. Por eso, aunque tanto Macri como su colega Jair Bolsonaro, los dos principales alfiles estadounidenses en la región, se mostraron “anti China” a comienzos de sus respectivas gestiones, ambos debieron dar marcha atrás.

Finalmente pesan los resultados más palpables de ambos alineamientos. Para el caso argentino los acuerdos con China se tradujeron en el financiamiento de infraestructura, desde trenes a centrales nucleares e hidroeléctricas. Los acuerdos con Estados Unidos, en cambio, condujeron a la recaída en el FMI.