Desde Cannes

En inglés hay una expresión muy común en la jerga médico-policial, tanto que fue incluso el título de un recordado film noir clase B de los años ’50: D.O.A., o Dead On Arrival. Cuesta decirlo, porque Jim Jarmusch es uno de los mejores directores estadounidenses en actividad, pero se diría que la película que el martes trajo a la apertura del Festival de Cannes –con un elenco multiestelar como pocos– estaba ya “muerta al llegar”. Tratándose de una comedia que tiene como tema central a los zombies podría pensarse que eso no necesariamente es algo negativo, pero sucede que The Dead Don’t Die –contrariamente al juego de palabras que propone su título– es un film inerte, perezoso, sin vida.

Los “muertos vivos” del nuevo film de Jarmusch aparecen en un pequeño pueblo de los Estados Unidos donde un cartel informa de la tranquilidad de sus 738 habitantes, que en la deliberadamente despojada puesta en escena parecen incluso reducirse a apenas una docena. Pero los zombies que empiezan a asomar de sus tumbas –y el primero es nada menos que Iggy Pop, como si apareciera de pronto sobre un escenario– dan toda la impresión de ser muchos más. El porqué de su empeño en volver a la vida tiene que ver con un extraño fenómeno geológico –los noticieros informan que se está produciendo un cambio en el eje de rotación de la Tierra– pero esa explicación es apenas una excusa. Lo que importa es la galería de personajes peculiares que a Jarmusch le gusta desplegar en su cine y que aquí incluye a un sheriff a punto de jubilarse (Bill Murray), a sus dos ayudantes (Adam Driver, Chloë Sevigny), un ermitaño que vive en el bosque cercano (Tom Waits), una hípster latina (la cantante Selena Gomez), la encargada de pompas fúnebres del pueblo (Tilda Swinton en plan Kill Bill, sin duda lo mejor de la película) y algunos parroquianos del único bar de la localidad, entre ellos los que interpretan Danny Glover y Steve Buscemi, amigos a pesar de que el primero es negro y el segundo racista.

Desde que el pionero George A. Romero apareció en 1968 con La noche de los muertos vivos, que no tardaría en convertirse en un clásico que fue leído en clave a partir de la guerra de Vietnam, el mejor cine de zombies (porque también hay mucho muy malo) siempre supo ser un excelente vehículo para expresar ideas políticas y sociales a partir de las formas más prosaicas del cine popular. La sociedad de consumo como una masa ciega adicta a los centros comerciales o los excluidos del sistema que vagan como fantasmas por las noches fueron algunas de las figuras que esta variante del cine de género supo abordar con lucidez y espíritu crítico.

No es el caso de The Dead Don’t Die, a pesar de la experiencia que tiene Jarmusch en tomar los géneros populares y darles una nueva, insospechada vuelta de tuerca, como sucedió antes con el western (Dead Man, 1995), el cine negro (Ghost Dog, 1999) y el de vampiros (Sólo los amantes sobreviven, 2013). Se sospecha algo de la idea detrás del film, esa mirada tan neoyorquina sobre el interior profundo de los Estados Unidos, adormecido en la era Trump por el conformismo y las redes sociales (“¡Xanax”! ¡”Wi-fi”!, reclaman los muertos vivos de Jarmusch en su nuevo peregrinaje terrenal). Pero se diría que la película está tan consubstanciada con ese estado de las cosas, con esa tristeza profunda, que a pesar de intentar ser una comedia –con ese humor seco y lacónico tan característico de Jarmusch– termina contagiada por la melancolía, el abandono y la inacción. 

Bull, la opera prima de la texana Annie Silverstein, que a su vez abrió la sección Una cierta mirada, también se sumerge en el interior profundo de su país, pero con una mirada más amplia, más tierna, menos prejuiciosa. De comedia lo suyo no tiene nada: se trata de un pequeño fresco sobre una comunidad rural en las afueras de Houston, donde el rodeo con toros tiene su prestigio y popularidad entre las clases más desfavorecidas. Una adolescente de no más de 14 años, cuya madre está en la cárcel y debe cuidar tanto de su abuela como de su hermana menor, tarda en hacerse amiga de su vecino, un negro hosco y veterano del mundo del rodeo. Pero cuando lo hace, se establece entre ellos un vínculo de tácita solidaridad.

Ninguno tiene mucho para ofrecerle al otro, salvo mutua compañía. A falta de una figura paterna, Kris empieza a seguir a Abe en sus giras por las arenas locales y la directora encuentra allí un ambiente a descubrir: jóvenes todavía con ilusiones de hacerse unos dólares aguantando apenas algunos segundos arriba de un toro embravecido, y también una colección de desahuciados como Abe, que saben que lo único que al final les va a quedar en su vida son los golpes que les seguirán doliendo como el primer día. 

De fuerte impronta documental, con apenas tres actores profesionales entre la gente del lugar, Bull no alcanza a ser uno de esos debuts capaces de dejar una huella profunda, y por lo tanto parece difícil que pueda aspirar a la Cámara de Oro con la que Cannes premia al mejor primer largometraje de festival. Pero a cambio, la de Silverstein es una película de una rara honestidad intelectual. Contra el miserabilismo al uso, tan común cuando el cine indie estadounidense se ocupa de sus clases bajas, Bull en cambio ofrece una verdad sin prejuicios ni sentimentalismos.