Desde Cannes

Esto recién empieza, pero parece difícil que en la competencia oficial de Cannes de este año pueda aparecer una película más libre y abierta a todo tipo de interpretaciones que la brasileña Bacurau, de Kleber Mendonça Filho y Julian Dornelles. Auténtico objeto visual no identificado, este ovni llegado de Pernambuco significa también una jugada de alto riesgo para Mendonça Filho, que venía de presentar aquí mismo en Cannes una película también intensa pero mucho más accesible y lineal como era Aquarius (2016), protagonizada por la entonces reaparecida Sonia Braga. La famosa actriz brasileña también está presente en Bacurau, aunque ahora ella ya no es el centro del relato sino apenas una habitante más de un pequeño poblado nordestino que parece destinado a la desaparición, pero que sin embargo se convierte en un espacio de resistencia, tanto en un sentido literal como político.

Ambientado en un futuro muy cercano, que puede ser el de aquí a un par de años (Bolsonaro incluido), el film pone en alerta al espectador desde su mismo inicio. No se tratará, por cierto, de una película realista sino más bien fantástica. Y sin embargo no hay nada en Bacurau distinto a lo que se podría ver hoy en cualquier pueblo similar de la región, amenazado por la sequía y por la muerte de sus habitantes más antiguos. Aquello que es diferente proviene de afuera: una pareja de sospechosos motoqueros disfrazados como para un rally, un camión que carga con demasiados féretros vacíos y un dron vintage, con forma de plato volador de los años ’50, que sobrevuela ominosamente la región.

Detrás de esos signos extraños --entre los que no falta la sorpresiva visita de un político new age, que dice estar preocupado por la gente del pueblo-- irá surgiendo paulatinamente la presencia de un grupo de estadounidenses –capitaneados por el siempre inquietante Udo Kier-- en plan safari. El problema para la gente de Bacurau es que allí, en medio del árido sertao, no hay nada que cazar ni que matar, salvo los propios habitantes del lugar.

Poco a poco, la película de Mendonça Filho y Julian Dornelles, su colaborador desde los tiempos de la estupenda Sonidos vecinos (2012), se va transformando en una suerte de desmadrado spaghetti western, que se permite abrevar tanto en el género creado por Sergio Leone como en la profunda tradición de los “cangaceiros” nordestinos que en los años ’60 recuperó el cine de Glauber Rocha. Es más, se diría que de alguna manera la “estética del hambre” de Glauber está presente en Bacurau, del mismo modo que otra potente fuente de inspiración típica del modernismo brasileño, la del Manifiesto Antropófago (1928), del poeta Oswald de Andrade, y que dio pie a todas las vanguardias brasileñas posteriores, del Cinéma novo al tropicalismo de Caetano, Gil y compañía. “Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”, decía aquella arenga que proponía canibalizar las culturas centrales para que pudiera emerger una propia. Y mucho de eso tiene Bacurau, una encendida, rabiosa defensa de la identidad brasileña, a la que el film propone resguardar a sangre y fuego, a trabuco y a machete si fuera necesario.

Del mismo modo que Bacurau es un film deliberadamente desprejuiciado e imperfecto, e incluso no exento de humor, Beanpole, del caucásico Kantemir Balagov --presente en la sección Una cierta mirada-- es una obra de un rigor y una gravedad extremas. Alumno del taller de cine del gran Aleksandr Sokurov, y revelación de Cannes 2017 con su extraordinaria opera prima titulada Tesnota (Cercanía), Balagov, con apenas 28 años, es lo suficientemente original como para no tener ninguna deuda estética ni temática con la obra de su maestro. Y lo vuelve a probar con este retrato intimista de dos mujeres jóvenes, sobrevivientes del terrible sitio Leningrado, durante la Segunda Guerra Mundial.

Tópico ineludible para otros cineastas de la región como el propio Sokurov y el documentalista Serguei Loznitsa, Leningrado no tiene aquí dimensión épica alguna. Todo transcurre en unos pocos interiores, el hospital donde trabaja como enfermera Iya –“tu nombre en griego quiere decir ‘violeta’, es una flor delicada”, le explica alguien—y la pensión en la que duerme y a la que llega su amiga Masha, herida en el frente de batalla. Altísima y retraída casi hasta el autismo Iya, desenfadada hasta la desesperación Masha, ambas comparten sin embargo no sólo vínculos muy complejos (Masha le dejó en guarda a Iya su pequeño hijo, fruto de una relación eventual con un soldado fallecido en combate) sino también evidentes signos de síndrome postraumático. Son criaturas frágiles y a la vez fuertes, tan dispuestas a luchar por sus vidas como a quitárselas.

Algo importante está sucediendo en la escuela de Sokurov. En febrero pasado, en el Forum de la Berlinale, la revelación del festival fue Una juventud rusa, primer film de Alexander Zolotukhin, de apenas 30 años, también ex alumno del autor de El arca rusa. Y ahora Balagov viene a confirmar todo aquello que prometía su opera prima. Ambos hacen películas que se nutren de lo mejor de la genealogía cinematográfica de su país. La asumen, la hacen propia y a partir de esa riquísima herencia levantan obras tan singulares como portentosas, a la altura de sus ambiciones, que no son pocas.