Hija bastarda del cine de superhéroes, en particular la sub vertiente shyamalanesca, y de los usos y costumbres del cine de terror con niños malditos, Brightburn: hijo de la oscuridad pertenece a esa raza de películas que automáticamente se transforman en el blanco ideal del menosprecio. Por cierto que el realizador David Yarovesky, partiendo de un guion de los primos Brian y Mark Gunn, no ambiciona ventilar el aire viciado de tanto relato cinematográfico de horror fabricado en serie, pero su condición de pequeño cofre sin tesoro a la vista esconde alguna que otra pequeña joya semipreciosa. El punto de partida es, sin embargo, bien visible a los ojos: como una suerte de inversión del mito de Superman, el meteorito que se estrella en el campo aledaño a la casa de los Breyer, en el pueblito rural de Brightburn, llega con una buena nueva: como una cigüeña del espacio exterior, el objeto celestial le obsequia al matrimonio infértil ese hijo tan deseado.

La alegría dura hasta el cumpleaños número diez, cuando el pibe comienza a caminar dormido y a hablar en lenguas, además de descubrir que es capaz de doblar el acero de un tenedor con sus dientes o que lanzar una pesada cortadora de césped a doscientos metros de distancia es tan sencillo como respirar. Lejos de hacer el bien y comenzar una digna carrera como atrapa malhechores y luchador por el bien común, el pequeño Brandon responde al bullying escolar con un exceso de violencia ciertamente reprochable. Eso antes de cometer actos aún más extremos y criminales. La figura que trae consigo el Mal puede ser entonces interpretada de dos maneras: monstruo clásico en envase chico y/o super villano en etapa de formación. En cualquiera de los dos casos, el gradual descubrimiento de las verdaderas características del niño -tarea ardua, en particular para su madre adoptiva, negada a reconocer lo que tiene delante suyo- marca el desarrollo de los concisos noventa minutos de metraje.

La blonda Elizabeth Banks, cuyo rostro suele ligarse a otra clase de proyectos, se las arregla más que bien para interpretar el doble rol de víctima ideal y única persona en el mundo con la llave para salvar a la humanidad. Entre golpes de efecto (no demasiados, afortunadamente) y la creciente certeza de que detener al pequeño alien no será nada sencillo, Yarovesky recrea y se solaza en los placeres del “asesinato con estilo” de tantos giallos y terrores setentosos, metiendo dos o tres inesperados y muy efectivos shocks gore, permitiéndose incluso, en uno de ellos, homenajear la vieja violencia ocular de un Lucio Fulci. No está mal para una película sin pedigrí que no pide ni el prestigio ni la gloria, apenas que la quieran un poco.