Basada en las memorias de la protagonista femenina, la película rusa Leto narra lo que tal vez haya sido los albores del rock soviético, allá por comienzos de los 80. Albores y finales, teniendo en cuenta que en menos de una década ya no iba a haber más Unión Soviética. Poco y nada se sabe por estas pampas del rock de aquellas tundras. Lo que se ve aquí es un grupo de jóvenes ya no tan jóvenes –descubridores tardíos de sus mayores anglosajones ante el bloqueo oficial ante todo lo que fuera occidental– que hacen una música que oscila ente lo derivativo y lo no roquero. Como es el caso de uno de ellos, que tira para el lado de lo cantautoral. Si lo que se muestra es la escena del soviet rock de aquella época, debe decirse que esa escena está aún en pañales, dado que los komissar oficiales rondan por allí, vigilando letras, hábitos y conductas.

Filmada en un blanco y negro tan bonito como todos los blancos y negros del cine, presentada en Competencia Oficial de Cannes el año pasado y ubicada en Leningrado, es rara la película de Kirill Serebrennikov, en la medida en que no termina de decidirse entre el cuadro de época y el relato de un triángulo amoroso, quedando a mitad de camino (o más de la mitad) de ambos abordajes. Al comienzo está la pareja compuesta por Mike, que tiene cierto parecido a Adrián Dargelos (Roman Bilyk) y Natacha o Natalia (Irina Starshenbaum). Al frente de su grupo, el violero Mike  parecería ser una suerte de pequeña celebridad local. No extraña que se le arrimen tres jóvenes músicos amateurs, en busca de un padrinazgo. Uno de ellos, de rasgos asiáticos, es el cantautor Viktor (Teo Yoo), que parece tener arrastre entre las chicas. Incluida Natalia, que le pide permiso a Mike para “besarlo”. Mike se lo da. El permiso.

Uno espera que constituido ese triángulo surjan celos, rivalidades, dudas, deseos de posesión, veneno en la piel. Nada. Así como se armó, esa figura geométrica se desarma, sin que ni una cosa ni la otra generen ningún drama. Uno espera también que se narre aunque sea parte de la carrera de ambos grupos. Tampoco. Peor todavía: sobre el final el realizador inscribe, junto a los primeros planos de Mike y Viktor, sus fechas de nacimiento y muerte. Ambos mueren jóvenes. Uno de ellos, por lo visto, a la clásica edad de 27 años. Surge la pregunta: ¿de qué murieron? ¿Sobredosis, represión oficial, consumo excesivo de vodka? Nada. Tampoco es que el espectador vaya a lamentar mucho ni las muertes ni la falta de información al respecto, ya que los personajes son aquí poco menos que muñequitxs en un diorama. 

Serebrennikov incurre en algunos planos secuencia, amaga en algún momento con generar algún caos en el plano, a la manera de su compatriota Aleksei Guerman (pero se arrepiente) y como para que quede claro que está filmando una película “joven” fusiona clips musicales con la acción. Lo cual no está mal, pero tampoco es ningún descubrimiento. Salvo quizá para el público ruso, que en la película asiste a los conciertos prolijamente sentadito, como si estuvieran asistiendo a una representación de Ruslán y Liudmila.