Es difícil, tal vez imposible encontrar, en medio del panorama de películas todas-iguales-entre-sí que presenta el cine argentino contemporáneo, una que tenga la audacia casi suicida del nuevo opus del prolífico cineasta y dramaturgo Santiago Loza. Tal vez Las hijas del fuego, la fantasía porno-lésbica que Albertina Carri estrenó el año pasado, sea la única comparable, por la manera en que se tira a la pileta sin medir riesgos. Autor de películas como Extraño, Cuatro mujeres descalzas y Los labios (ésta junto a Iván Fund), en Breve historia del planeta verde –presentada en la más reciente edición del Festival de Berlín, donde ganó el Premio Teddy a la mejor película de temática LGBT– Loza se juega a un verosímil absolutamente disruptivo, de esos que el espectador toma o deja. La película escrita y dirigida por Loza recuerda, aunque más no sea en términos estructurales, a Tan de repente, la ópera prima de Diego Lerman, que comenzaba como un cuentito desfachatado y se partía a la mitad, encaminándose a una inesperada trama de realismo familiar. Breve historia del planeta verde va, a su vez, de cierto realismo naïf a una insólita fábula de ciencia ficción casera de toques místicos. Pero siempre naïf, eso sí. 

Tania, treintañera trans con algo de sobrepeso (Romina Escobar), Daniela, una chica disconforme con la vida que lleva (Paula Grinszpan) y Pedro, que tal vez sea gay o esté a un paso de serlo (Luis Soda) se conocen desde la primaria y siguen siendo amigos. Como las cuatro mujeres descalzas, cuando Tania, Daniela y Pedro no están tristes o melancólicos, es porque están deprimidos. Razones no les faltan. Ni el trabajo de Tania en un club drag, ni el empleo de Daniela como camarera disfrazada de cowboy en un curioso saloon country argentino, ni el no se sabe qué de Pedro (la información sobre él es escasa) los satisface. Para peor a Daniela acaba de dejarla el novio, con lo cual pasa más tiempo en la cama que en pie. En medio de eso Tania recibe un llamado desde el pueblo natal, avisándole que su abuela acaba de morir. Curiosamente, algo casi  igual a lo que ocurría en Tan de repente, donde la que moría era una tía. El siguiente paso es también el mismo: como Mao, Lenin y Marcia, este otro trío deja la ciudad y va al pueblo. 

En casa de la abuela se encuentran con una amiga (Elvira Onetto), que los lleva a conocer a quien fue el compañero de aquélla en los últimos años: un pequeño alien al que la abuela frizó cuando estaba a punto de morirse. Glup. Para mayor desafío a la verosimilitud, este pariente lejano de ET está ostensiblemente confeccionado en material plástico o algo parecido. Lo que la abuela no pudo hacer fue llevarlo hasta un río cercano para darle allí una muerte digna, una tarea de la cual ahora Tania y sus amigues se harán cargo. Lo meten en una valija, la llenan de cubitos de hielo y allá van, a un viaje como de película de aventuras, pero sin aventura. Está claro que Loza no apunta a la credibilidad llana del espectador, que deberá practicar una especie de salto mortal por encima de su razón, para discernir qué hace ese alien allí y para qué está.

En principio, el ser de enormes ojos despierta sentimientos maternales, sobre todo en Tania, y será la dark Daniela la que se ocupe de él en las últimas horas. En el curso del viaje Daniela pasa visiblemente de su condición de sufrida a la de líder del grupo, guiada por las apariciones de otro personaje fantástico, suerte de indio del Amazonas con una capucha en la cabeza. Y Tania empieza a sufrir de un trastorno estomacal que los médicos no logran diagnosticar, y que tal vez guarde alguna clase de relación con la cercana presencia del extraterrestre. Mientras Daniela avisa que “necesito tener un hijo”, el trayecto de Tania parecería conducirla a alguna clase de misticismo, que asumirá una forma bien concreta.

Ni en cine ni en ningún otro arte la audacia garantiza resultados consumados. Suele ser al contrario. Breve historia del planeta verde no carece de problemas. Actuaciones dispares, en ocasiones de una languidez que puede volverse irritante; algunos diálogos tan sobreescritos como grandilocuentes, que los actores recitan obedientemente; algún personaje que no calza del todo (un muchacho brasileño enamorado de Tania), un misticismo que puede no compartirse en absoluto y algunas búsquedas formales más tentativas que certeras (un largo plano secuencia cuya necesidad no es clara, unos ralentis que tampoco), son algunos de ellos. A cambio de eso hay hallazgos indudables e infrecuentes: un tratamiento del espacio que vincula a los personajes con el entorno; un fantasmagórico bosque quemado; unos amenazantes pobladores con antorchas en medio de la noche, como sucedía en Frankenstein; un río vaporoso; una abrupta escena de baile, tan bien filmada como una semejante de Los labios. Y la empatía que inevitablemente despierta quien decidió dejar de lado el deber ser del realismo, lo ya probado, lo aconsejable y otros cantos de sirena de la mediocridad.