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PANORAMA POLÍTICO

LA LEY DE LA CALLE

Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (67 bytes) La anulación lisa y llana de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final hubiera significado un duro revés para la impunidad de los terroristas de Estado, porque anulaba sus efectos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, como si nunca hubieran existido. En cambio, la derogación aprobada por el Congreso en pocas horas, después de tres meses de tensiones, tiene alcances mucho más limitados, aunque es un paso adelante -–y no atrás-- en dirección a reconciliar la historia con la verdad y la justicia. Para no incurrir en la descalificación fácil, porque no es lo deseado o deseable, convendría tener en cuenta dos datos. El realismo posibilista de gobernantes y opositores tuvo que ceder, aun en ese alcance restringido, a la demanda mayoritaria de la sociedad. El otro dato es la declaración de 213 generales retirados, que resentían esa posibilidad mínima, enrostrándole el carácter de "agravio" a las Fuerzas Armadas.

De todos modos, ni anulación ni derogación autorizan a clausurar para el futuro la movilización social. ¿Quién podría asegurar, aun si se hubiera aprobado la anulación, que los jueces anotados en la servilleta de Corach o los que condenan a publicaciones y periodistas en beneficio del Presidente darían trámite rápido o fallos adecuados a las presentaciones de las víctimas de la dictadura? En las actuales condiciones, la experiencia indica que sólo una sociedad movilizada logra abrir puertas, derribar muros y construir rutas nuevas. El fiscal español Carlos Castresana Fernández, que inició la causa por genocidio que hoy tramita el juez Baltasar Garzón, confesó aquí, en un encuentro organizado por este diario, que tomó esa iniciativa después de ver en los informativos de televisión los actos populares del 24 de marzo de 1996.

Si el olvido y la impunidad no clausuraron el pasado, se debió precisamente a la perseverancia popular, expresada por pequeños grupos o por multitudes, según la ocasión, durante veintidós años, sin faltar ninguno, a veces incluso en contradicción con la voluntad de los gobiernos elegidos en las urnas. A los defensores de los derechos humanos pueden atribuírseles errores, falencias, desfallecimientos o tozudez, pero ningún balance honesto podría desconocer su aporte a la expansión de las fronteras de justicia. Los que a veces recaen en melancólicas nostalgias por las rebeldías del pasado en los años legendarios de los 60 y 70, recordarán que al revisar los alcances de ese formidable movimiento que se recuerda como el Mayo del 68, cuando obreros y estudiantes se alzaron en protesta por las calles de Francia, Jean-Paul Sartre le dijo a Daniel Cohn-Bendit, líder estudiantil de entonces: "Hay algo que ha surgido de ustedes que asombra, que trastorna, que reniega de todo lo que ha hecho de nuestra sociedad lo que ella es. Se trata de lo que yo llamaría la expansión del campo de lo posible. No renuncien a eso". Anótese la diferencia: expandir el campo de lo posible, que es bien distinto a resignarse a lo posible.

La revisión de las leyes del olvido forma parte de un objetivo más ancho, la clausura de la impunidad, que a su vez demanda una tarea todavía más profunda y compleja: recuperar el poder para la soberanía popular de quienes lo expropiaron por la fuerza mediante el golpe de Estado de hace veintidós años. Aquella guerra sucia no fue "para responder a la agresión del terrorismo" ni "para preservar la identidad nacional", como aseguran los 213 generales retirados. Según los informes de la embajada norteamericana a Washington en esos años, la mayor preocupación de entonces era "la creciente separación de la masa obrera de su liderazgo y la posibilidad de que la extrema izquierda se aproveche del vacío resultante". En cambio, la Casa Blanca sabía que la dictadura sería propicia a los intereses estadounidenses y, quizá por eso, no hizo nada para detener la mano que cometería "violaciones a los derechos humanos", como pronosticaba William Rogers, secretario de Estado para Asuntos Interamericanos, un mes antes del golpe.

El terrorismo de Estado arrebató la capacidad de decisión de las instituciones políticas, cuyos dirigentes hicieron poco o nada para impedirlo aparte de algunas gestiones de salón, y se la entregó a un conglomerado de corporaciones económicas, representadas por José Alfredo Martínez de Hoz, que inauguró un súper-ministerio de economía que prevalece hasta hoy. Terminada la dictadura, los límites del proceso democrático fueron dibujados por los grupos de mayor concentración de riqueza, que subordinaron al Estado a su voluntad, controlaron el mercado y también influyen sobre los rumbos nacionales sin necesidad de someterse al voto. La transición política con Raúl Alfonsín no logró retrotraer ese desplazamiento sino que, al contrario, resultó castigado por los "golpes de Mercado" que reclamaban lo que vino después, el neoliberalismo crudo. Cuando Carlos Menem acudió a Bunge & Born por un plan económico, ratificó esa posición excéntrica del poder de decisión que había instalado la dictadura.

El terrorismo de Estado desgarró con brutalidad aquel país que entregaba el 44 por ciento de la riqueza producida a la clase trabajadora, con el mayor despliegue de clase media en América latina, reduciéndolo a una dualidad antagónica, con un polo de riqueza y otro, mayoritario, de pobreza. Así, los políticos, aunque agrupados en otra bipolaridad partidaria, dejaron de expresar el conflicto social predominante (un partido de los ricos y otro de los pobres) para actuar como variables de ajuste del modelo hegemónico, con un pensamiento solo. Uno de los mayores logros políticos del partido militar dirigido por los empresarios más conservadores consistió en implantar, en el imaginario de los partidos de la democracia, que la gobernabilidad en la Argentina depende del comportamiento del mercado, o sea de la voluntad de los que lo dominan.

En esa lógica, para acceder al gobierno hay que pagar peaje al establishment, acomodando cada proyecto a los límites de su voluntad. Por eso, Menem puede recomponer sus fuerzas, una y otra vez, no importa cuánto haya caído en la simpatía pública, porque su energía no proviene de la fuente legítima, la decisión popular, sino de los centros de la economía, reestructurada en los términos de las corporaciones trasnacionales con el respaldo de la globalización mundial. La política enajenada provoca reiteradas frustraciones, poniendo a cada político, viejo o nuevo, en la encrucijada de potenciales traiciones, dado que en democracia todos necesitan los votos para subir la escalera del poder, pero mientras más arriba llegan más hondo penetran en el territorio controlado por centros de dominación ajenos a la lógica democrática y republicana. El cínico "síndrome Baglini", según el cual mientras más cerca se llega del poder menos importan las anteriores declaraciones de principios, es la síntesis del ascenso a la traición.

A medida que suben la cuota de representación, los delegados del pueblo quedan emplazados fuera del eje institucional republicano, en un micromundo que se ubica a sí mismo "por encima" de la sociedad y sólo acepta sus propias reglas de juego, entre las cuales por supuesto el periodismo con opinión propia es una presencia incómoda que debería ser eliminada. Antonio Bussi, quien con Alfredo Astiz se convirtió en figura emblemática de aquella dictadura que juntó la represión salvaje con la corrupción infame, quiso justificar lo injustificable de su propia conducta en la desfachatada exposición de esa dualidad, cuando aseguró que mintió sobre sus bienes porque actuaba como político y no como soldado. Él mintió siempre, pero es verdad que hay una mentira básica cuando la política finge tomar decisiones como propias, cuando, en realidad, son mandatos de poderes clandestinos.

Para salir del laberinto hay que cambiar esas reglas por otras que sean afines a los principios democráticos, para lo cual hace falta acumular la energía, la destreza y sobre todo la confianza popular que permitan recuperar el poder de decisión desaparecido, rompiendo la malla fabricada por la dictadura. De lo contrario, pueden ganarse elecciones que suponen la apertura de nuevos horizontes, pero naufragan como el "Titanic" con los músicos sobre la cubierta. Las conductas ambivalentes que pretenden ser "previsibles" para el establishment, terminan por hacerse imprevisibles para sus bases, las que, desalentadas por la decepción, son acosadas por el escepticismo y la resignación. De ahí la enorme importancia de la conducta ejemplar de quienes, a lo largo de más de dos décadas, siguen levantando la demanda de verdad y justicia.

Esa red extrademocrática -–donde conviven poderosos empresarios con mezquinos rateros y sicarios de toda laya, en un arco de complicidades que no termina de sorprender-- sostiene la impunidad. Sobre ella, se balancean incluso las visiones políticas que consideran a la Constitución como un documento en aptitud de renovación constante, según el vaivén de las necesidades de algún clan privado. Sin ese soporte, la búsqueda del tercer mandato menemista ocuparía el lugar que le corresponde, pero de ninguna manera el centro de la escena nacional. El proyecto oficialista logró una convergencia inesperada de hostilidad, en la que Alfonsín, desde la Alianza, y el gobernador Eduardo Duhalde, desde el mismo partido de gobierno, han llegado a coincidir en apreciaciones idénticas sobre el resultado institucional del despropósito. "Sería un golpe de Estado" de palacio y un desbarranque jurídico-institucional, calificaron ambos.

A partir de esas coincidencias, una nube de especulaciones quiso construir la posibilidad de pactos o alianzas más complejos entre Duhalde y la Alianza, aunque ambas partes por ahora sólo perciben esa posibilidad como un encuentro táctico, sin otro futuro que la reacción ante el enemigo común. La Alianza, por su parte, anunció un programa de acción cívica y de iniciativas legislativas que cierre el paso al descomedido reelecccionismo. Sería deseable que ese mismo ímpetu agitador fuera trasladado a otros asuntos que conmueven la vida cotidiana de los ciudadanos, como el desempleo, la educación, la salud, la seguridad y varios más. La Central de Trabajadores Argentinos (CTA), en su memoria sobre "Terrorismo de Estado y Genocidio en Argentina", recuerda estas palabras del poeta francés Paul Eluard: "En nuestras manos que son las más numerosas se encuentra el poder de aplastar la muerte idiota, abolir los misterios y construir la razón de nacer y vivir felices". Como sucede a menudo, la sensibilidad de algunos poetas suele ofrecer propuestas realistas para abrir otros horizontes.

 

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