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El hecho político básico es que el Presidente, sensatamente o no, cree que con la economía y ciertas concesiones a los sindicatos podrá pavimentar su camino hacia el tercer mandato, y que Roque Fernández se pliega casi absolutamente a los deseos del jefe, quizá sabiendo que cualquier rebeldía le costaría la cabeza. Nada obstaculizaría esta comunión si no fuera porque al FMI se le ocurrió patear en contra: quiere que la economía argentina crezca más despacio para prevenir una catástrofe. La obsesión de Michel Camdessus es lógica porque él debe resguardar los intereses de los acreedores del país, que esperan cobrar regularmente los servicios de la deuda (sólo de intereses hay u$s 7000 millones este año). El problema que ve el Fondo es que la Argentina, además de juntar la plata para pagar esa factura, está financiándose un tren de vida superior al que podría permitirse de no comprar a crédito. A esto último se llama déficit comercial (cerca ya de 6000 millones y aumentando). Por tanto, apilando un factor sobre otro, y sin olvidar boletas tan pesadas como la remesa de utilidades por parte de las corporaciones que ya dominan el grueso de la economía, o las regalías giradas al exterior, el Fondo --como tantos analistas-- teme que la Argentina tire demasiado de la piola del financiamiento externo o, en otras palabras, se cebe excesivamente en la afluencia voluntaria de capitales, y en algún momento detone una fuga de fondos. Como toda sobrerreacción, la estampida podría hacer peligrar también el cumplimiento con los acreedores, además de provocar consecuencias devastadoras sobre la economía interna. Toda esta polémica, en la que se discute si hay o no hay que enfriar la economía, y en segundo lugar si los instrumentos disponibles para enfriarla en realidad la van a recalentar más aún al infundir mayor confianza e inducir un acelerado ingreso de capitales, queda atrapada en la lógica más actividad-más déficit, y viceversa. Lo que no hace es retroceder hasta la fuente del problema y preguntarse por qué, pese a las altas tasas de inversión y de incorporación tecnológica de que disfruta desde hace años, esta economía no logra ser suficientemente competitiva. Se le puede echar la culpa a los veinte años perdidos previamente, o a la convertibilidad, el retraso cambiario, las devaluaciones europeas y asiáticas, la desmejora de los términos de intercambio o la flojera brasileña. Pero como hay que contar con que no siempre la realidad del mundo se ajustará a la conveniencia argentina, el asunto remite a las preguntas clave: ¿cómo se están asignando los recursos?, ¿la inversión va adonde debería ir para que el país tenga cosas que exportar y compita mejor con el resto del mundo?, ¿no hay manera de que el crecimiento sea una bendición en lugar de una amenaza? Uno no puede esperar que los actuales protagonistas de la polémica abran la cuestión sagrada del modelo y se trencen en una discusión subversiva, porque, más allá de lo contingente, mantienen un acuerdo de fondo.
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