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ÑOQUI AFORTUNADO


Por Alfredo Zaiat

t.gif (67 bytes) La hiperinflación destruyó la moneda nacional, que pudo sobrevivir agarrada al salvavidas del dólar. El Banco Central, entonces, dejó de representar al instructor que daba las órdenes para hacer funcionar la maquinita de crear billetes. A partir de la convertibilidad, la entidad emisora se transformó en una caja de conversión, cuyo objetivo principal pasó a ser el de cuidar el valor de la moneda. Sin la posibilidad de manejar con libertad las reservas monetarias, discrecionalidad que presidentes de bancos centrales han utilizado en los años 70 y 80 para auxiliar alegremente a decenas de entidades que finalmente quebraron, al Central le quedó la tarea de cuidar por la salud del sistema financiero. Para ello tiene una superintendencia para controlar a los bancos. Que por los resultados de los últimos meses, con caídas escandalosas como la del Banco de Crédito Provincial, vinculado a la Iglesia, y el del Banco Patricios, con fuertes compromisos con la comunidad judía, no ha demostrado mucha efectividad.

Con un control que se ha probado de una ineficiencia asombrosa, el Central alienta una irracional concentración del mercado pensando que así consigue lo que no puede por su propia inoperancia: tener un sistema sano. El desembarco de gigantes financieros es recibido con algarabía, al tiempo que las normas monetarias y de solvencia son cada vez más exigentes, incluso superiores a las que existen en Europa y en Estados Unidos. Esta política acorrala a los bancos pequeños y medianos, sin diferenciar a los que deberían cerrar por el mal manejo que hacen del negocio y de aquellos que con una cartera sana ven reducida su rentabilidad por las medidas del Central. Los bancos líderes, ahora casi todos extranjeros, observan con perversa alegría ese espectáculo.

En ese esquema, la banca pública que queda después de las privatizaciones provinciales, fundamentalmente el Nación y el Provincia de Buenos Aires, son un estorbo para esa nueva banca. Les quita clientes y nos les permite desarrollar su programada expansión agresiva para acelerar el retorno previsto de sus inversiones. Y el Banco Central no es un actor inocente en esa pelea. Alienta la concentración del sistema y la venta de las entidades oficiales.

Pedro Pou, que desde la presidencia del Central es el impulsor entusiasta de esa estrategia, piensa que se cura de espanto de una eventual corrida bancaria tumbando a los bancos del montón. Y está convencido de que dejando pocos y grandes en manos extranjeras no tendría de qué preocuparse. Atado de mano para emitir moneda por encima de la convertibilidad y transfiriendo el trabajo de supervisión a los controladores de los países de origen de las entidades que se han engullido a los bancos nacionales, Pou se ha de convertir en un ñoqui afortunado del despacho principal del Banco Central.

 

 

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