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SEÑALES

Por Eduardo Galeano

 

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Ecos

Sonaba como el zumbido de los mosquitos en verano, aunque no era verano. Aquella noche de 1964, Arno Penzias y Robert Wilson no podían trabajar tranquilos. Desde una montaña de Nueva Jersey, los dos astrónomos estaban tratando de medir las ondas emitidas por alguna galaxia, pero la antena captaba un zumbido que no los dejaba en paz. El zumbido atormentaba los oídos, como ocurre cuando las hembras de los mosquitos, hambrientas, enloquecidas por el calor, llaman a sus machos y acosan a la gente.

Después se supo. Por increíble que pueda parecer, el zumbido era el eco de la tremenda explosión que había dado origen al universo hace quince mil millones de años, días más, días menos. Aquella vibración de la antena no venía de las hembras de los mosquitos, sino del estallido que había fundado el tiempo y el espacio y los astros y todo lo demás. Y quizá, quién sabe, digo yo, un suponer, el eco estaba todavía ahí, resonando, zumbando en el aire, porque quería ser escuchado por nosotros, terrestres personitas, que al fin y al cabo también somos ecos de aquel remoto llanto del universo recién nacido.

Año Nuevo

No eran estallidos de celebración, eran ruidos de guerra. En el cielo de Zagreb no había más fuegos de artificio que las balas trazadoras que atravesaban la noche y abrían camino a la metralla y las bombas. Moría el año viejo y Yugoslavia moría, suicidándose en un baño de sangre, mientras Fran Sevilla terminaba de transmitir a Madrid una de sus crónicas del exterminio mutuo.

Aquella era su última crónica del año '91. Fran colgó el teléfono y miró el reloj, a la luz de un encendedor. Tragó saliva. El estaba solo, en un hotel habitado por nadie, aturdido por los alaridos de las sirenas y los truenos del bombardeo, y faltaban pocos minutos para que naciera el año nuevo. Los fogonazos de la guerra, que se metían por la ventana, eran la única luz de la habitación.

Recostado en la cama, Fran arrancó doce uvas de un racimo. Y, a la medianoche en punto, las comió. Mientras comía las uvas, una tras otra, iba dando doce golpecitos, con un tenedor, en una botella de vino Rioja que se había traído de España. Eso de los golpecitos en la botella lo había aprendido de su padre, cuando él era niño y vivían en las orillas de Madrid, en un barrio que no tenía campanas.

Voces

Pedro Saad caminó sobre las aguas. En el centro de Rusia, una tarde de mucho frío, Pedro caminó por encima del río Volga, que el invierno había congelado. Pedro estaba solo, pero mientras caminaban iba sintiendo, en las plantas de los pies, la vibración del río que estaba vivo bajo el hielo.

Hacía ya unos cuantos años, al otro lado del mundo y del tiempo, Pedro había caminado por alguna calle de Guayaquil, una tarde de mucho calor. Pedro estaba solo, pero mientras caminaba iba sintiendo, en las plantas de los pies, el latido de la tierra que estaba viva bajo el asfalto.

Tragos

El Turco llevaba muchos años detrás de aquel mostrador. Servía bebidas, a veces inventaba. Callaba, a veces escuchaba. Conocía las costumbres y las manías de cada uno de los clientes que noche tras noche venían a echarse tragos.

Había un hombre que llegaba siempre a la misma hora, a las ocho en punto de cada noche, y pedía dos martinis secos. Pedía los dos martinis a la vez y se los bebía él solito, un sorbo de una copa, un sorbo de la otra. Muy lentamente, mirando nada, diciendo nada, el hombre vaciaba sus dos copas, se comía sus dos aceitunas, pagaba y se iba.

El Turco tenía la costumbre de no preguntar, pero una noche el hombre le leyó alguna curiosidad en los ojos y, como quien no quiere la cosa, contó. Dijo que su amigo más amigo estaba viviendo muy lejos de allí, muy lejos de Quito, en Ottawa. Y dijo que a las ocho en punto de cada noche los dos se encontraban, allí y allá, en ese bar de Quito y en un bar de Ottawa, y bebían una copa juntos.

Y así pasó el tiempo, de ceremonia en ceremonia. Hasta que una noche, el hombre llegó con la puntualidad de siempre pero pidió un solo martini, que sea uno, por favor, y bebió, lento, callado, hasta agotar la única copa.

Entonces el Turco hizo lo que nunca: lo tocó. Estiró el brazo sobre el mostrador y lo tocó:

--Mi pésame --dijo.

Pero el hombre aclaró que no, que su amigo estaba vivo y coleando:

--Es que yo he dejado de beber --explicó.

Los conjuros

Lucila Escudero no se daba por enterada de sus años. Ella andaba tan campante por los tres patios de su casa y por las calles del vecindario, sorda a las penas y a los achaques y a las tristes voces del tiempo, y con ojos de recién llegada miraba al mundo desde el balcón.

Lucila creía en el cielo, y sabía que lo merecía, pero se sentía mucho mejor en casa. Para despistar a la muerte, dormía cada noche en un lugar diferente. Nunca le faltaba algún tataranieto para ayudarla a correr la cama, y de oreja a oreja sonreía pensando en el chasco que se llevaría la muerte cuando viniera a buscarla. Antes de dormir, encendía el último cigarrillo del día, en su larga boquilla labrada, y se echaba la última copa de buen vino tinto. Entraba en la noche bebiendo el vino de a sorbitos, un buche por cada amén, mientras rezaba los padrenuestros y las avemarías.

Había nacido en 1885. Murió a los ciento diez años de su edad, en Santiago de Chile, cuando ya había enterrado a siete hijos y estaba un poquito aburrida de vivir.

La fiesta

El 10 de mayo de 1987, el Club Nápoles se consagró campeón de Italia por primera vez en sesenta años. La ciudad fue vengada por las artes de un mago petiso y ruludo, llamado Maradona, que hacía cantar a la pelota. Y un terremoto de fiesta estalló y lanzó a bailar por los aires a la gente que tenía la jodida costumbre de perder en el fútbol y en todo lo demás.

Al fin de esa noche, un enorme cartel apareció en el cementerio de Nápoles. No se dirigía a la calle, sino a las tumbas. El cartel decía:

¡Lo que se perdieron!

El santo lluvión

Sombrero en mano, acuden los campesinos a la iglesia donde duerme san Matías.

Las lluvias y los carnavales llegan juntos a las islas Canarias. Cuando las lluvias faltan a la cita, y las tierras se mueren de sed, los campesinos se juntan en la iglesia, se persignan con todo respeto, despiertan al santo dormido y se lo llevan alzado en procesión. A la orilla de un precipicio, lo bambolean:

--O llueves de una vez, o vas a parar al fondo del despeñadero.

Y san Matías llueve sobre los campos.

Las cenizas

En octubre del '92, el presidente Joaquín Balaguer erigió en Santo Domingo un faro descomunal en honor del Almirante y en ofensa del paisaje. El día de la inauguración, mientras las cenizas de Colón eran trasladadas de la catedral al faro, murió de muerte súbita la hermana de Balaguer, Emma, que había dirigido las obras y se derrumbó la tarima donde el Papa de Roma iba a pronunciar su bendición.

En años y siglos anteriores, cada vez que la urna con las cenizas de Colón había sido abierta o mudada de lugar, habían estallado revoluciones y terremotos o se habían desatado inundaciones y ciclones. En Santo Domingo, mucha gente cree que Colón da mala suerte, trae fukú, pero quizá simplemente ocurre que a Colón, que fue hombre tan viajado, no le gusta nada que lo anden moviendo de aquí para allá.

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