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| POR CLAUDIO URIARTE Por otro lado, las fricciones políticas que se desprenden de un Estado que desde hace más de 10 años vive con un Parlamento permanentemente colgado han tenido el efecto --no inevitable-- de replegar la imaginación política israelí a una especie de cauto provincianismo, a esquivar la toma de riesgos del tipo al que se animaron estadistas como el derechista Menajem Beguin con la firma de la paz y la devolución del Sinaí a Egipto en 1978 y el centroderechista Yitzhak Rabin al firmar la paz con los palestinos en 1993. Pero la evitación de la toma de riesgos tiene su contraparte en que éstos aumentan exponencialmente a medida que pasa el tiempo, como una deuda sobre la que los intereses se acumulan de forma indefinida. Esa deuda es hoy con los palestinos, y es ocioso pretender que la ventana de oportunidad para la paz que se abrió en 1993 puede permanecer abierta para siempre: puede morir Arafat, puede crecer el fundamentalismo palestino, las fuerzas de Fatah pueden verse desbordadas. Benjamin Netanyahu hizo campaña contra el proceso de paz. Estaba en su derecho: era un político. Pero una vez al frente del poder el Estado, debió haber respetado los compromisos previamente adquiridos por ese Estado --por mucho que los aborreciera--. De ese modo, probó no ser un estadista, y devaluó la credibilidad de la palabra israelí. Por eso, el tiempo dirá si su gobierno marca un paréntesis de reflexión antes de la continuación del proceso o si es el principio de una regresión.
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