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Por Juan Gelman


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T.gif (67 bytes) Examinar en cada caso la relación de un escritor con el poder autoritario sería una especie de paseo por las diferencias de la repetición que le hubiera encantado a Gilles Deleuze. La repetición consistiría en la situación clientelar que el poder impone a los intelectuales; las diferencias, en las distintas actitudes que cada quien asume, desde el rechazo hasta los diversos grados de compromiso -–no sólo público--, respecto del dominio imperante. Por ejemplo: me pregunto qué componente -–el miedo, el oportunismo, la conveniencia o el cinismo, el convencimiento incluso-- prevaleció en la conciencia o inconsciencia de los numerosos profesionales, profesores universitarios y pintores de Córdoba que en 1978, con ocasión de la visita a esa provincia del embajador de EE.UU., emitieron un comunicado de apoyo a la dictadura militar, allí ejercida, ni más ni menos, por el general Menéndez. El cual siguió asistiendo a actos oficiales del gobierno radical cordobés con total tranquilidad.

La misma pregunta vale para el novelista que en vísperas del campeonato mundial de fútbol del '78 publicaba en La Opinión de los militares una diatriba canallesca contra los actores de la llamada "campaña antiargentina", los exiliados que denunciaban permanentemente los crímenes cometidos por las Juntas. "Ni con un océanos lavarás una sola mancha de sangre intelectual", dijo Lautréamont. Qué sería necesario para eso en una Argentina donde las manchas de sangre no eran precisamente intelectuales.

La pregunta insiste ante la gran escritora alemana Christa Wolf. Hija de pronazis que en 1945 emigraron a Alemania Oriental tras la derrota de Hitler, Christa empezó a conocer, a los 16 años, las dos caras del "socialismo real": la teórica y esperanzadora, y la cotidiana de opresión, una contradicción ciertamente no hegeliana que marcó toda su obra. Con El cielo dividido, publicada en 1963, establece su calidad de escritura, gana fama y no sólo. La novela indaga los conflictos políticos y amorosos de una pareja que vive en Berlín Oriental; Manfred huye al lado occidental y Rita, después de una breve estadía junto a él, vuelve al Berlín de la entonces República Democrática Alemana. La obra gustó al régimen y Christa fue elegida miembro suplente del comité central del Partido Socialista Unificado, o sea, el partido comunista.

La conjunción no duró mucho. En 1968 la escritora publica Reflexiones sobre Christa T., texto que habla de una mujer común que cuestiona sus creencias socialistas y la vida que lleva en un Estado "socialista", y que muere prematuramente de leucemia. La novela recibió ataques feroces del Congreso de Escritores de Alemania Oriental por "pesimista y depresiva" y su venta fue prohibida. La autora es separada de su cargo en el comité central del partido. Su imagen de "máxima escritora disidente" crece en Occidente. Y hete aquí que en 1990, un año después de la caída del Muro de Berlín, da a conocer Lo que queda, una radiografía estremecedora de los métodos del Stasi, los servicios secretos de la RDA.

El libro se convirtió en uno de los focos de la polémica que entonces envolvía al mundo literario de la Alemania reunificada. Christa Wolf lo había escrito en 1979 y publicado 11 años después, "cuando nada afectaba su seguridad", subrayaban sus críticos. Fue tildada de cobarde, acusación que parece fácil si se toma en cuenta el contexto represivo de la RDA, donde tan temprano como en 1953 las tropas de la URSS aplastaron el levantamiento obrero que coronó una ola huelguística imparable. En cualquier caso, Christa no se sumó al flujo de escritores del Este hacia el Oeste motivado por "el caso Wolf Biermann", el poeta y cantautor de la RDA que a fines de los años 70 fue privado, por disidente, de su ciudadanía.

Los ataques contra la escritora redoblaron en 1993, cuando se hizo público que ella, la denunciadora de las prácticas del Stasi, había sido su informante de 1959 a 1962. Una colaboradora menor, al parecer, pero Christa -–egresada de las rigurosas universidades de Jena y de Leipzig-- había pasado exactamente ese período trabajando en una fábrica. ¿Le habían encomendado la tarea de detectar obreros inconformes con el régimen? Sobre ese período guardó una larga amnesia pública y novelística. ¿Era inevitable para esa mujer de 30 años colaborar con los servicios? ¿Lo consideraba un deber en el marco de la Guerra Fría y una Alemania partida en dos? ¿Eso basta para justificar la delación?

Pese a sus posteriores críticas a las autoridades y el sistema de la RDA, pocas dudas caben acerca de la adhesión de Christa Wolf al ideal socialista. En el famosos discurso que pronunció en noviembre de 1989 en la Alexanderplatz de Berlín Este abogó, a contrapelo del estado de ánimo general, por un socialismo de rostro humano para reemplazar al odiado régimen de Honecker que caía en la RDA. Casi cinco años después denunció con rabia fría los métodos autoritarios utilizados para la reunificación de Alemania, así como los rebrotes neonazis y xenofóbicos que se observaban en el país, y condenó la demonización de la RDA en momentos en que la globalización del mercado libre acarreaba más desempleo, pérdida de la seguridad y mutilación de la autoestima. Fue otro recorrido de la escritora por los polos contrarios de la esperanza y la desilusión.

Como ocurre con Günter Grass -–acerbamente criticado por su novela Ein weites Feld (1995)-- se juzga el mérito literario de Wolf desde la coyuntura política. Borges y Cortázar, en posiciones muy distintas, padecieron la misma enfermedad. Hay que ir por partes, decía Jack el Destripador, examinar al ciudadano y al escritor, y volver a juntarlos en una visión que determine los hilos muchas veces secretos que unen vida y obra. Eso es muy difícil y no pocos eligen ignorar la actitud civil de un autor en aras de su excelencia literaria. Y viceversa.

Christa Wolf no parece muy dispuesta a declarar su responsabilidad personal en el drama alemán, opina siempre que los ataques contra ella no se deben a su colaboración con el Stasi, sino al machismo imperante en los círculos literarios del país, una creencia anclada en sus notorias simpatías feministas. Estas han acuñado su interpretación del mito de Medea en la novela del mismo nombre que publicó en 1996. Según Eurípides, Medea mató a sus hijos; según Christa, los linchó el populacho de Corinto y la heroína, falsamente acusada del asesinato por las autoridades del reino, fue chivo expiatorio de los males del Estado. Una mujer.

Liberada hoy del pesado papel de "conciencia de una nación", Christa Wolf -–no por casualidad-- sigue explorando en sus ficciones la naturaleza de la cobardía humana y la dimensión moral de la memoria. Tal vez sea su manera de visitar los rincones de la conciencia donde aletea, viva, el ave oscura del doblegamiento ante el poder.

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