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MILONGAS DE PEBETES
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Por Cristian Alarcón
El DJ de la milonga del Almagro es Horacio, se hace llamar El Pebete, tiene 26 años y empezó a los 19. Tiene un socio con el que también administran un baile los sábados. El negocio es promisorio. La entrada vale cinco pesos. Una cerveza de litro cuesta lo mismo. También hay un barman y salen tragos y vinos. Dos mozas se encargan del lugar. Horacio dice que la llegada de los jóvenes le lavó la cara al tango. El club antes de que este chico todo de negro comenzara con las milongas hace cuatro años, según su diagnóstico era "como ATC. Ahora es como un canal privado. Tiene lo nuevo, la gente joven, la masividad, y también tiene la porquería". El DJ se refiere a la pérdida de los códigos. El salón de Almagro luce a media luz. Las paredes son bordó; el techo, azul. Hay mesas alrededor de la pista. Al fondo, como marca la religión, tiene una barra. Es el que abre la semana milonguera. Le siguen el miércoles La Viruta, en Oro al 1800; el jueves Niño Bien, en Humberto Primo y San Juan; el viernes La Estrella, en Cabrera y Armenia, y en el sur, el Torquato Tasso, frente a Parque Lezama, con orquesta típica. En cada ocasión ellas están de gala, como antes. Claro que ya no las miran desde lejos para invitarlas con los ojos a un encuentro callado en medio de la pista. El cabeceo pasó a la historia. "Los jóvenes no aguantan, se acercan y las charlan. Lo hacen como en el boliche. O peor: una de ellas arrastra a uno de ellos. Antes a la mujer que iba a bailar con el novio nadie la tenía en cuenta".
Cazando suspiros Hay una polémica, entre las tantas de la comunidad tanguera que atrinchera a jóvenes y viejos. Un hombre de 30 medio calvo y bigotes llega a la milonga pasadas las dos. Se llama Hernán Obispo, comenzó a los 15. Se hizo profesor itinerante. Enseña en escuelas secundarias, el Rojas y en un bar de San Telmo. "La gran diferencia con el pasado es la pérdida de valores, del respeto por la pista", dice. Obispo cree que el objetivo del tanguero debe ser que la mujer suspire. Y no que festeje la destreza de su compañero, síntoma de superficie. Obispo sale a la pista y arranca un respiro profundo a esa chica que lo acompaña, que se llama Natalia Rivas, hoy cumple 22 años y festeja en la milonga. "Yo me conformo con tener 10 menos para poder seguir bailando", se atraviesa Esteban Sánchez, 73 años, un señor todo canas, que ganó un concurso de tango a los 14 cuando hizo pareja con su maestra, que tenía 16. En pleno '98 se dedica a recorrer el circuito joven; su debilidad son las chicas de menos de 30. "Las mujeres grandes son más difíciles, como los caballos de regimiento, viejos y mañosos". Obispo asiente, dice que es un mito que las tangueras de antaño se dejaban manipular más en la pista. "Ahora parecen una gacela", sostiene Sánchez y acomoda el nudo de la corbata. Acto seguido hace la distinción sociológica: "En los cuarenta a la milonga venían las sirvientas. Ahora son de la Universidad, chicas de buena familia". La idea de un tango desclasado planea sobre los nuevos reos y reas tanto como las dificultades para preservar esa especie de fetiche que los típicos insisten en llamar "esencia". Sánchez remarca que a la mujer que baila con él, en la pista no la toca nadie, él protege. El joven argentino, menos machista y más narcisista, no dimensiona todos los cuerpos que le rozan el propio en el desplazamiento, y suele chocar. Comete así el peor de los pecados. "No van con la música, para ellos el compás es como un suplicio", golpea el septuagenario. "Hay una predisposición de los jóvenes a buscar la pureza --lo contradice el profesor--, y ese deseo es bastardeado por algunos que enseñan figuras y no el alma del tango. Los milongueros viejos que reniegan del joven fallan porque no los cultivan".
Chicas modernas Al salón polvoriento de La Viruta lo preside un escudo de Zaragoza mal pintado, sobre un escenario de cortinados rojos. En el fondo se siente un olor a empanadas fritas y a cazuela. Este septiembre el lugar cumplirá cinco años como sede de la nueva ola, el espacio donde comenzó el acneico esplendor del tango. En aquellos días Cinthia Pertierra todavía no tenía la traza de esta noche, diecinueve años, toda su cara delineada. Está tan cómoda con ese tajo. Lo disfruta cada vez que luce uno de esos mohínes que con las piernas hacen las mujeres al tanguear. En la esquina la femenina exhibición de los travestis se mezcla con los cortísimos vestidos de las tangueras. Es miércoles y a mitad de cuadra se encienden las arañas de hierro del salón para los cien que toman lecciones de tango, la mayoría entre los 20 y los 30. Cinthia ama el Derecho y la criminalística, ama los ganchos, el voleo, las sacadas, los ochos, todos los adornos del tango que debe marcar el hombre para que la mujer los ejecute. Cinthia es de las que se pone nerviosa cuando el compañero busca el tango caminado, la cadencia del abrazo que avanza en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Joaquín Pérez tiene 20 y combate con saña la pretensión de ostentar firuletes, "tan de las chicas que vienen de la danza clásica". Debutó como aprendiz de bailarín en las aulas de la sede Drago del CBC de la UBA. Y pasó luego a las milongas organizadas en el sótano de la Facultad de Ciencias Sociales los viernes por la noche. En esas pistas entendió, con menos suficiencia que el experimentado Sánchez, que era difícil manejar a las muchachitas de la nueva ola. "Se mueren por hacer figuras para quedar unas divas. No se bancan hacer lo que el tipo les dice. Hay algunas que te arrastran". Un varón entusiasmado con manejar un cuerpo de mujer y darles sentido a esas piernas deberá negociar nuevamente. Joaquín comenta por lo bajo que hubo un día en que faltaron todas las mujeres a la clase, y entonces, sin farfulleos, bailaron entre ellos, había que ensayar. Hernán Obispo dice que no todas las historias se han contado. Por ejemplo aquella del chico que en el '40 ensayaba el baile con el hermano, en una terraza, frente al Abasto. Bailar es para exigentes.
Bailar para seducir Y en principio la mujer exige. "Si un chico lo hace mal, podrá sacar una vez a una mina y nunca más", asegura Analía Aprea, 27 años y desde los 20 fanática del tango más canyengue de la década del 30. El registro sensual de ellas se modifica. La destreza, la forma de pararse y de conducir, la sutileza cuando el hombre le "sugiere" que dibuje esos círculos con el pie, que rompa el aire entre sus piernas, son valores de mayor peso. "Hay chicas que cambian su dimensión del cuerpo deseado. Por ejemplo a mí me gustan con gomina, pantalón con tiradores, camisa negra, no el de traje, sino el que usa funji, el machito de conventillo", devela Analía. Lo que el otro puede entregar en el baile, o lo que niega, lo que cede, lo que deja al margen: siempre en la charla con los tangueros se vuelve a "la seducción" del partenaire como valor intrínseco del dos por cuatro. Esa justificación vía el hedonismo es en definitiva moderna: o sea aprendo a bailar para seducir mejor, bailo porque es más fácil seducir bailando. Porque el tango no se habla, y entonces bailo y seduzco el más seductor de los silencios. Aunque el hedonismo tanguero de fin de siglo no es apreciado por los antiguos. Ningún bailarín con calle reconoce que su motivación es el levante. Prefieren acusar a los niños molestos de esas inspiraciones, aunque las chicas los refuten, y aseguren, como Cinthia, que la pista está llena de "viejos lanceros". A Juan Patricio Guita, de 25, los pantalones pinzados de alpaca y la camisa le resultan más confortables que la ropa fashion de cuando competía por chicas bajo las luces estroboscópicas de los boliches de Temperley. "Esta gente no se encontraba cómoda en otros lugares. Acá, aunque no se hable mucho, la danza te posibilita el acercamiento, un feeling más sentimental --define--. Acá hay un pie de igualdad basado en cómo bailás. Un tipo que no tiene un mango y no es lindo va a bailar con la misma cantidad de mujeres que otro. Acá el más borracho es el que accede a bailar con las mejores". La disquisición es pasión tanguera y el discurso de los creyentes se diversifica mucho más cuando sobre el totem del tango aterrizan esos niños insatisfechos. En las milongas hay encuentros fugaces como las lágrimas de las canciones. Abundan los amantes. Guillermina, en un alto del ardor, trágica y joven, explica que la milonga está más allá de las edades, "sigue llena de historias". Compara esta escena nocturna con las miradas de El baile, de Scola. Y dice: "Son muchas las soledades que vienen. Son soledades que se encuentran por un momento, que después, en una de ésas, se aferran. Y al final, sin desgarrarse, se dejan ir".
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