EL MENÚ SAGRADO
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Para entrar hay que tocar timbre. Más tarde, las monjas contarán que el nombre en castellano es Aguas Vivas. En un paseo ligerísimo por los rincones del lugar, mostrarán la cocina. La negra Paskaline esconde el encrespado mota en un pañuelo. La silueta delgada se pierde en la cocina de la casona. Hunde la cabeza en el acero y, reconcentrada, pellizca carne semicongelada. La monja es de Burkina Faso y en el restaurante se encarga de los platos fríos, sopla Roselyne, la superiora, que escapa para no interrumpir el trabajo de la muchacha. A metros, los ojos achinados de Cecilia se cuelgan de una repisa. Viene de Perú, y a ella le toca ensayar preparados europeos con Cecil que un día dejó su porción de Africa. Papas cazadas por coladores gigantes pasan de palmas blancas a marrones buscando el fuentón de acero que alguien se retrasa en arrimar. En poco tiempo, las porciones serán disparadas al comedor, pero antes deberán conseguir el visto bueno de la monja-chef de turno. "Solemos pasar por todos los puestos, conocemos el preparado de las comidas calientes y frías; rotamos pero normalmente hay una chef dedicada especialmente a un tipo de comida", apunta Roselyne. Si bien todas las monjas pasaron su examen de gurmet, en una especie de bachillerato cursado en Roma, en cada filial de LEeu Vive hay una encargada de cocina que supervisa los platos y la tarea de las ayudantes. Los miércoles, a las europeas les corresponde aprobar "el conejo con ciruela y cebollita" del menú opcional, así como los jueves, los "salmones rociados con vino" aguardarán el aplauso asiático antes de que sus cabezas oteen el comedor. "Tenemos un menú económico de 11 pesos sin bebida ni café. Pero todos los días se prepara el plato típico de un continente distinto, dado que aquí somos de todas partes". En castellano todavía afrancesado, Roselyne arrima algún secreto. "Para atraer a los clientes cambiamos seguido el menú." Pero en el vientre del caserón, la seducción la provocan las mismas religiosas: "Estamos bastante conocidas, la mejor propaganda es de boca en boca", se sastiface la superiora. Como a cuerda, la negra Justine no deja de rondar mesas. Una túnica africana envuelve las patas flacas con violetas y rojos exuberantes. También de Burkina Faso, no termina de despachar una bandeja que corre a buscar la próxima. Quizá cuando levante alguna mesa vuelva a encontrar un sobre con cien pesos, como el que alguna vez dejó un comensal. Aunque no todas las propinas son tan abultadas, la gente suele ser desprendida con las mozas-monjas. "Dejan por ahí diez pesos para las obras que hacemos con la gente de la comunidad", explica. Roselyne cuenta que el dinero extra les permite dar una mano a la gente del barrio que anda con problemas. Los clientes de la casa comulgan con la mística de Aguas Vivas de martes a domingo al mediodía. Al séptimo día las monjas descansan. La propuesta lleva 28 años en el país y los devotos hacen, en ocasiones, casi cien kilómetros para probar el placer místico de sus manjares. También las "hermanas", tal como las llama la gente, echan mano a relatos sagrados para enmarcar la actividad. "Hemos de ser levadura en la masa y la gente que viene tiene sed, capaz física, pero más sed espiritual", reza Roselyne, que es de Doix Vendée, un pueblo pegado a la costa atlántica francesa. Es una de las religiosas más antiguas de la casa. Llegó a la Argentina tres décadas atrás. "La primera tanda lo hizo en los 60", cuenta y relata que trabajaron de empleadas domésticas y obreras. "O lo que fuese", agrega, orgullosa. "Intentamos abrir un restaurante en Buenos Aires, pero no se dio. Al tiempo pensamos que Luján sería el lugar indicado: estaba cerca de la basílica". Roselyne explica que la elección estuvo más vinculada con una "cuestión de fe" que de beneficios económicos. "Si quisiéramos lucrar, hubiésemos optado por Buenos Aires", intenta despejar dudas. Roselyne descorre un cortinado buscando luz. Los cristales están pegados al parque de árboles, palmeras y jardines. Mientras la monja habla, Justine corre a dejar la promoción del día en una mesa. Al lado, Verónica hace bailar su pollera borravino entre los amigos de Carmen, una inspectora de la DGI que decidió celebrar allí su cumpleaños. Escondida en un rincón, María Rosa intenta ajustar cuerdas de una guitarra criolla. Apelotonadas en el umbral del salón principal, el mosaico de mujeres negras, amarillas y blancas pasa el canto de idioma a idioma. Como la inspectora, la mayor parte de los clientes llega desde Buenos Aires y del conurbano, y con frecuencia usa el restaurante como escenario de fiestas. Hace quince días, después de muchos años, volvió una vieja clienta con sus tres hijos. "Cada vez que quedaba embarazada pasaba por la basílica de Luján a agradecer y después venía con su marido. Ahora él murió y después de mucho quiso volver con sus tres chicos ya crecidos", cuenta las monjas. Producción: Alejandra Dandan.
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