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MALDICIONES

Por Eduardo Galeano

 

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T.gif (67 bytes) Puntos de vista

Según la emperatriz María Teresa de Habsburgo, Wolfgang Amadeus Mozart era un inútil.

"Serás una desgracia para ti y para tu familia", anunció el padre de Charles Darwin.

El maestro de Thomas Alva Edison lo echó de la escuela, a los ocho años, por "esterilidad total". Tiempo después, la Academia Francesa de Ciencias sentenció que el fonógrafo de Edison era "un ridículo truco de ventrílocuos".

La Academia de Amberes rechazó a Vincent van Gogh, que quería estudiar pintura, porque no tenía condiciones.

Por falta de condiciones, una biblioteca de Lisboa rechazó a Fernando Pessoa, que aspiraba a un empleo de archivista.

Cuando Albert Einstein empezó la universidad, los profesores coincidieron: "Este muchacho nunca llegará a nada".

El tambor

Como los cuentos, como los sueños, el tambor suena en la noche.

Peligroso como la noche, el tambor ha sido siempre digno de sospecha, y muchas veces ha sido culpable.

En las plantaciones de las Américas, las sublevaciones de los esclavos se incubaban al golpe del látigo, pero al golpe del tambor estallaban. Esos truenos eran la contraseña que desataba las revueltas.

En las islas inglesas del Caribe, merecía pena de cárcel o azote quien sonara tambores, instrumentos de Satán, al modo africano. Cuando los franceses quemaron vivo al rebelde Mackandal, que alborotaba a los negros de Haití, fueron los tambores quienes anunciaron que él se había fugado, convertido en mosquito, desde la hoguera.

Los amos no entendían el lenguaje de los toques. Pero ellos bien sabían que esos sones brujos son capaces de llamar a los dioses prohibidos o al Diablo en persona, que al ritmo del tambor baila con cascabeles en los tobillos.

Mapa del Diablo

En Cuba, el Diablo supo ser amigo de los negros cimarrones. Los esclavos que se fugaban tenían al amo metido en el cuerpo. Al son de los tambores, el Diablo les sacaba al amo de adentro, haciéndoles vomitar todas las hostias y toda el agua bendita que a lo largo de sus vidas habían tragado.

En Colombia, los fuegos negros echan todavía humos de azufre en las plantaciones de la costa del Pacífico. Allí el Diablo regala machetes a los peones: machetes que cortan la caña solitos, sin ninguna mano, y dan dinero que sólo sirve para ser gastado en parrandas con los amigos.

En Bolivia, el Diablo acompaña a los mineros del altiplano. A cambio de cigarros y aguardiente, los guía hacia las mejores vetas, a lo largo de las tripas de las montañas.

En la Argentina, la gente del norte se endiabla cuando llega el tiempo del carnaval. El Miércoles de Ceniza, al final de los bailecitos y las borracherías, la gente entierra al Diablo. Llorando lo entierra.

En Brasil, en los suburbios de las grandes ciudades suenan tambores en las fiestas del pobrerío. Los tambores llaman a un invitado especial, sujeto de mal vivir, respondón y jodón, glotón y ladrón: el tipo ése que fue ángel rebelde arrojado a los infiernos y después decidió quedarse a vivir aquí en el mundo, que es igualito al infierno pero más gustoso.

El mapa del miedo

El nuevo día no es más que un tajo en la negrura del cielo y ya despiertan las mujeres, encienden los fogones, comienzan los trajines.

--¿Cómo amaneciste? --se preguntan, porque también ellas, como el día, amanecen. Y por sus cuerpos conocen lo que el día les dará.

En los años de la guerra, cada cuerpo de mujer era un mapa del miedo en los campos de El Salvador. Si al amanecer el miedo pinchaba la barriga, el ejército se estaba acercando. Si el miedo oprimía los pechos, alguno de los hijos no había regresado a casa. Si el miedo dolía en los riñones, iba a faltar agua en el pozo.

Soñares

¿Ensayos de la muerte? ¿Teatros de la vida? ¿Mensajes que los dioses nos susurran, en clave secreta, mientras dormimos? ¿Anunciaciones, profecías?

Todos los súbditos del reino de los aztecas tenían la obligación de contar sus sueños. Cuando Hernán Cortés y sus jinetes guerreros no habían asomado todavía entre los volcanes, algunos mexicanos soñaron que se desmoronaban las montañas. Otros soñaron que la ciudad de Tenochtitlan era volada por el viento; otros, que la comían los fuegos. Por orden de Moctezuma, los soñadores fueron decapitados.

El incorregible

Hace tres siglos, el río huyó de los franceses. Después, tampoco los ingleses pudieron atraparlo. El nunca estaba donde los mapas decían. Algún colono dibujaba su curso en el día, y en la noche el río se escapaba y se echaba a correr por otros rumbos.

En 1830, fue cazado. Y una ciudad, la ciudad de Chicago, creció a sus orillas.

Cuarenta años después, el río se vengó. Cuando se incendió la ciudad, está probado, él fue cómplice del fuego. El río ardió tanto como la ciudad que ardía, y nadie pudo salvarse arrojándose a sus aguas en llamas.

La ciudad resucitó. Se dictó orden de civilizar al salvaje: el río fue dragado, profundizado, canalizado y encerrado entre altos muros de cemento. Le desviaron el rumbo y lo obligaron a fluir al revés.

Una mañana de la primavera de 1992, cuando ya el río estaba por cumplir un siglo de buena conducta, la ciudad amaneció con los pies mojados. Fue una fea manera de despertar. Traspiraba el metro, traspiraban los sótanos: el río domado estaba brotando, desde las profundidades, por los poros de las paredes, y no había manera de pararlo: el río asomó por gotas, pero después saltó a chorros y embistió a la ciudad.

Al cabo de unos días de combate, el rebelde fue vencido. Desde entonces, la ciudad duerme con un solo ojo.

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