EL
NIETO DE JUAN GELMAN
Por Juan Cruz* |

|
La atmósfera era antigua, decadente, hermosa: aquel hombre de ojos grandes,
acuosos, cansados, fumaba hasta la última hebra un tabaco viejo y recibía con las
comisuras acostumbradas al rigor del saludo el aplauso unánime de los asistentes: puesto
en pie, ante los que le aplaudían, él era mucho más flaco que su cara, y aun más alto:
tenía una camisa de cuadros pequeños y se ajustaba con desgano un pantalón vaquero que
le daba a su cuerpo el aire de excursionista varado que en seguida desmentía su rostro
soñoliento y ausente, como si tuviera rabia y ésta estuviera aguardando en una guarida
ignota, lejana, más allá de este mundo. Cuando cesaron los aplausos él se sentó a
nuestro lado, en medio de una mesa vieja, la del Ateneo de Madrid. En la sala se
distinguían rostros de poetas, y otros de ciudadanos igualmente rabiosos que él,
dispuestos a escuchar para sentirse entendidos, gente con memoria similar que vivió en su
propio país, la Argentina, la herida de la dictadura militar. Fue un instante memorable,
en medio de ese silencio, cuando él abrió el folio que traía en el bolsillo y empezó a
leer, en medio de una reverencia que parecía subrayar la rabia total, la de todos,
palabras que parecían ser sólo suyas y que en seguida fueron de todos los que llenaban
el Ateneo. Narraba su epopeya feroz contra el tiempo que le habían arrebatado: cómo son
las cosas de hoy, este hombre tranquilo y al borde de la emoción sin retorno sólo
reclamaba a su nieto robado, extraído de pronto de las manos de su nuera, después de que
a su hijo le hubieran asesinado. Con aquella mirada violada por el horror del recuerdo
propio, levantaba la voz sólo lo necesario para que le escucharan en todas las filas del
viejo teatro del Ateneo: era una voz opaca, íntima, nacida de un dolor que en sus
palabras parecía también un dolor físico, con sus gafas cortadas sobre la nariz curva,
el poeta fijaba sus ojos cansados sobre un folio apretado de letras que él había escrito
con el sudor frío de lo que nunca figuró entre las obligaciones de la vocación de un
escritor, de cualquier ser humano. Podía mirarse aquel folio como una mano que se
prolongara buscando el objeto de su propia investigación; visto desde hoy, aquellas
líneas amarradas por el poeta duraron siglos en aquella atmósfera de la noche en el
Ateneo, como si estuviera deletreando una lección de dolor y de inútil melancolía: le
habían robado a su nieto, y él sabía entonces que su pesquisa era noble, rotunda,
poética y por tanto sin porvenir y sin vida, nadie jamás le iba a decir dónde estaba
aquel chico, de qué padres era, quiénes eran sus amigos, cómo se llamaba, a quién
llamaba padre, quién se llamaba ante él su madre, quién era aquel muchacho que le
quitaron de sus brazos y de su porvenir, abuelo sin otro aliento que el de su destruida
biografía. El silencio fue tremendo durante el largo instante de su lectura; desgranó
nombres propios, explicó por qué se fue para siempre de su país hasta que se explique
esta historia, hasta que termine el largo pacto de silencio. Después leyó poemas
irónicos, sonatas que fueron llenando la sala antigua de la vieja entidad republicana
como si regresara la poesía dotada del arma en su punta; pero nadie muere al final del
poema, los que mueren son los poetas, asesinados tantas veces y del peor modo, asesinados
también en los asesinatos de los otros, y asesinados además después de muertos. Cuando
acabó de hablar y se ajustó sus vaqueros recientes y ya demasiado holgados para su
estatura, Juan Gelman, el poeta, recibió una ovación enorme, un intenso recuerdo.
Esa escena, que se produjo en febrero de este año, cuando Madrid era
frío y olvidadizo como siempre, ha regresado ahora a la retina del cronista, y se han
vuelto a ver en la memoria sin escribir de aquel instante las palabras estrechas y
tímidas que había en aquel folio interminable, un grito, que lanzó aquella noche del
Ateneo Juan Gelman sobre los que le escucharon. Ahora aparece la noticia de que al
dictador Videla le han detenido en su propia guarida porque es responsable del peor de los
secuestros, el de los niños que de pronto fueron arrancados de la vida futura y
depositados en la vida anterior, la vida de quienes no lo merecen, y en este instante en
que la Justicia busca en los meandros del río terrible del recuerdo a los responsables de
tanto dolor y los pone a recaudo quizá sea tiempo para recordar el viejo tiempo, casi
inútil y melancólico, de aquella noche extraña, memorable, bellísima y terrible, en
que un hombre contaba una fábula terrible sobre un hijo muerto, una mujer despojada, un
nieto que dejó de existir para convertirse en un recuerdo sin rostro, una mano en una
mano ajena. La detención de Videla abrió tanto la noche a la mañana que es justo hoy
traer otra vez a la crónica del día la emoción de aquella noche, el momento en que
todos fuimos de algún modo el familiar perdido de aquella terrible, repetible,
ignominiosa dictadura. Tan cerca de nosotros, tan lejana, la experiencia que nosotros
mismos sufrimos, el folio que leyó Juan Gelman por todos nosotros. Entonces quizá no lo
sabíamos: ahora que es posible saber quién fue quien robó al nieto de Juan Gelman, es
posible que aquellas palabras cobren sentido, horror, pero esperanza.
* Escritor español. Publicada en el diario El País de
Madrid.
PRINCIPAL |