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ADIOS A LAS ARMAS
Por Juan Forn


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T.gif (67 bytes) Algún día se sabrá qué les dijo ayer Passarella a sus jugadores en el entretiempo. Mientras tanto, todos los argentinos nos seguiremos preguntando por qué entró así el equipo a la cancha después del descanso. El primer tiempo de Holanda-Argentina había sido de una dinámica tremenda, con dos equipos completamente mentalizados, cada uno haciendo su planteo y aprovechando al máximo los mínimos resquicios que le sacaban al rival. En esos quince minutos del descanso, en que fue posible tomar una mínima distancia de los nervios, saltó a la vista el inigualable efecto electrizante que tiene un mundial como espectáculo: cuando los dos equipos se juegan el todo por el todo, los partidos son espectaculares. Incluso, aunque no sean vistosos técnicamente, siguen siendo emocionantes hasta la tribulación (tanto, que hasta Araujo y Clos parecían personas casi normales, oralmente hablando, ayer).

¿Pero qué función cumplió Ortega desde el minuto uno del segundo tiempo, tirado tan atrás sobre la derecha, volviendo intrascendentes esas gambetas que tanto les habían dolido a los holandeses en el primer tiempo y generando, como resultado, que al resto del equipo le quemara la pelota en los pies, los pocos instantes en que no era de los naranjas? Todo se había dado vuelta sin remedio. Argentina había jugado un primer tiempo muy inteligente, tal como se dieron las cosas. Algunos dirán que las cosas se dieron así por el planteo de Passarella: que fue un error pensar que era imposible tener la pelota más que los holandeses. Pero ya es un secreto a gritos que Passarella no cree que el monopolio de la pelota sea la herramienta indispensable para ganar. En estos cuatro años, le ha preocupado mucho más que el equipo sepa qué hacer con la pelota treinta minutos por partido y que responda defensivamente con eficacia durante los otros sesenta, cuando es el rival el que la tiene. Ayer, por más confianza que se tuviera en nuestras armas, era de una inocencia rayana en la estupidez creer que Argentina podía tener la pelota más que Holanda. Pero también era de una mezquindad suicida creer que se podía ganar dando menos que todo (léase: cediendo todo el control de la pelota, tirándose atrás y apostando a la quimera Batistuta, como apostó Italia con Vieri).

Con su expulsión, Ortega pareció querer demostrar que lleva a Buenos Aires tanto como a Jujuy en la sangre: primero, fue la viveza porteña de tirarse en el área para que le cobraran penal y, después, mostró la herramienta preferida en el norte argentino a la hora de pelear, tirando ese frentazo ridículo al lungo arquero holandés. Ya es hora de decirlo: qué lástima, qué lástima que el Burrito sea tan poco inteligente como jugador de fútbol. Si tuviera un puñadito nomás de las neuronas de Gallardo (para no mencionar a Bochini, o Maradona), su gambeta sería extraordinaria. Sin inteligencia, roza el fenómeno circense.

Un detalle a mencionar, ahora que vendrá la venganza contra Passarella que tanto añoraban casi todos los periodistas deportivos (y que muchos disimulaban hipócritamente). Antes que le echaran a Numan, el técnico holandés Hiddink estaba preparando un cambio: mediocampista de marca por mediocampista de marca. Preveía seguramente el suplementario, y temía los arranques potencialmente letales de Verón, la entrada eventual de Gallardo. En otras palabras, temía lo que más se valora del fútbol argentino: un mediocampo de ataque menos vistoso que el brasileño pero igual de tremendo. ¿Pero qué hizo cuando le mandaron al vestuario a Numan (repito, un lateral volante de marca, uno de los jugadores holandeses más toscos con la pelota) y se le venía la noche? Dejó el Manual del Técnico Promedio de lado. Se jugó una patriada: paró el cambio. No sacó a ninguno de los tres delanteros que tenía. Y le pidió más sacrificio, un último esfuerzo a su mediocampo. Cuando Ortega se hizo echar, y los holandeses ya se estaban ahogando en su propio esfuerzo, sintieron de golpe que podían ganar sin suplementario. Y se la jugaron. Overmars y Kluivert se abrieron bien a las puntas, desparramaron en sesenta metros a la defensa argentina (a lo largo y a lo ancho de la cancha) y Bergkamp le ganó por única vez en toda la tarde a Ayala. A menos de tres minutos del final.

Ya había quedado en evidencia con Paraguay-Francia. Se hizo ensordecedoramente obvio con la despedida de la mezquina Italia de Cesare Maldini: no se puede jugar todo un mundial como se juega la soporífera primera rueda, calculando, especulando, probando con timidez. A partir de los octavos de final, no se puede no jugar a ganar. Argentina había jugado así los primeros 45 minutos de ayer. A la manera de Passarella, es cierto, pero a ganar. Dejemos de lado la primera mitad del segundo tiempo. Cuando había que recuperar ese espíritu, después la expulsión de Numan, no supo hacerlo. No tuvo a nadie adentro de la cancha que lo contagiara a los demás. Y eso, eso, sí que es culpa de Pasarella. Cortó toda cabeza que quisiera asomar por encima de las demás, dentro del plantel. Quiso ser el único caudillo de esta selección. Fue el único. Pero no estaba adentro de la cancha.

 

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