Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


LA MUJER CIEGA QUE ENSEÑA A OTROS NO VIDENTES A CONOCER LOS ANIMALES
Mostrando el mundo al tacto

na17fo03.jpg (8425 bytes)
Anselmo, un visitante ciego, en el momento de conocer a una boa.
Un cuidador guía las manos de los no videntes a través del serpentario.

na17fo02.jpg (11611 bytes)
Lili reconoce a los lobos marinos con sus manos y llama a que la imiten.
"Tienen aletas y orejas", cuenta, aunque parezca obvio a los visitantes.


Por Alejandra Dandan

t.gif (67 bytes) --Señorita, señorita, ¿para qué usa el palito? --pregunta un petiso.

--Shh, la señora no ve --codea en seco una docente y silencia al impertinente.

Pero la mujer del palito blanco está acostumbrada a los chicos. Su nombre es Lili Aranda. Tenía cinco años cuando el acero filoso de un cuchillo le robó la posibilidad de seguir viendo. Hoy es ciega. Desde hace doce años sus ojos ausentes recorren siluetas de animales en el zoológico de Buenos Aires. Lili los toca y llama a cada uno con su nombre. En el zoo anda sola. No precisa compañía. Ni siquiera la del bastón. Esquiva cada obstáculo como si los viera. Tres veces por semana y por algo más de una hora su bastón blanco guía contingentes de chicos con discapacidades. Muchos también son ciegos. Como ella. Por mes entre diez y quince escuelas escuchan su voz por el zoo. Los chicos aprenden a conocer así animales a través del tacto, juegan a pensarlos en olores o sonidos. Esa lección itinerante incluye contacto físico con especies del reptilario, focas y camellos. Y a veces también, el bastón de Lili queda metido en el paseo.

Pero Lili no siempre fue guía en el zoológico. Desde el `86 y aún bajo la administración municipal trabajó entre los administrativos como telefonista. No necesitó perder el miedo a las fieras. Ella misma se perdía a diario entre las jaulas. El bastón le permitió conocer los 200 metros que separan el reptilario de las focas. Durante los primeros meses husmeaba entre cuidadores, intentaba saber sobre formas y manías de esos animales que otros --al otro lado del teléfono-- se empecinaban en preguntarle. "Todavía me acuerdo del cielo", dice ahora mientras acomoda el cuerpo ante una pareja ciega que en la próxima hora verá a través de su voz el mundo animal. Anselmo y Jorgelina se alistan para el recorrido. Lili guarda el bastón. Mete el tubito blanco bajo el brazo y camina. A metros un cesto de metal gigante se insinúa como obstáculo pero no para ella. La mujer sabe que está ahí y lo esquiva. No precisa el bastón para palparlo ni la metódica cuenta mental de pasos dados: simplemente dobla un poco los pies y continúa sobre el asfalto hacia el reptilario.

Tres mujercitas se encargan, en tanto, de prestar sus ojos en la excursión del trío. Son hijas del matrimonio y, aunque ven, llevan algún velo de espesura oscura en la mirada. Alguien explicará más tarde algo acerca de una disminución visual. "Este es el Pinton Molurus", interrumpe una voz dentro del reptilario, primera parada del viaje. Ya no hay tiempo para la huida. Diez kilos de boa abrazan el pescuezo de Anselmo: "¿Está celada?", ironiza el hombre y enseguida "está bastante tranquila", dice. Todos ríen y Anselmo pasea la mano de uno a otro extremo del animal. Lili explica que la boa mantiene la temperatura del ambiente. El comentario se interpreta como orden y no basta oírlo: todas las manos se cuelgan a la piel de la boa y distintas voces aprueban la descripción de la guía. "Pueden comer presas mucho más grandes que ellas porque dislocan la mandíbula", dice el cuidador y crea cierto pánico momentáneo.

Alguien acerca a Lili un óvalo que intuye raro. Lo encierra entre las manos. Es algo duro, también demasiado frío. "¿De verdad?", se asombra ella. Es la primera vez que la maestra Lili toma en sus manos una tortuga marina. En las visitas los animales palpados por los grupos varían. "Antes de recibir un contingente --explica la mujer--, pregunto a los cuidadores por los animales que podemos conocer, porque si a alguno le toca comer no podemos tocarlos." La instructora cuenta que el alimento lo reciben semanalmente. "¡Papi --exige ahora una gordita--, fijate las patas." El bueno de Anselmo, complaciente, mezcla sus dedos entre los de la tortuga. "Está viva, cuidado que muerde", previene el cuidador al ciego mientras sujeta con dos manos la boca anfibia.

--Me copian... me copian... soy Lili.

--Sí, ok.

--Vamos hacia los lobos marinos.

La mujer guarda el handy. A 200 metros alguien corre con un balde repleto de pescado fresco camino al estanque de lobos. Lili saluda y la puerta se abre para el grupo. "¿Está Kim?", inquiere la mujer al encargado. Seducidos por los pescados, más que por los mimos, los lobos se trepan a una roca. Ya fuera del agua los animales se dejan acariciar. Pero sólo un poco. Un coletazo de Kim puede tumbar a Jorgelina, a punto de resbalarse. Ella con alguna timidez trata de echar las manos sobre el pelambre del lobo. "Tienen aletas y orejas", describe Lili y propone que sigan sus manos. "Está un poco despeinado", se anima Anselmo mientras sin querer larga caricias a contrapelo.

"¿Está el dromedario o el camello?", husmea Lili ya lejos de los lobos. El grupo interrumpió el almuerzo del cuidador. La mujer se encarga de diferenciar los gigantes famosos por los escupitajos: "El dromedario tiene una joroba y el camello dos". Jorgelina queda absorta por un consejo que le acercan: "Las escupidas se parecen a un cachetazo". Ella corre y previene a Anselmo. Pero no resiste que él deje de gozar "con los pelos que parecen lanas". El concede pero enseguida se marcha. Es que Anselmo ahora se sorprende, no por los animales sino por unos taburetes de mármol que le salen al paso. "Son inscripciones en Braille", sopla Lili. Los letreros están esparcidos en todo el parque. El mármol fue la tercera opción escogida por el zoológico como soporte para las leyendas destinadas a los ciegos. El resto no resistió el óxido del aire y las lluvias. Fue Lili quien pensó en el material y un día extendió un alfabeto braille al arquitecto del lugar. "Pero repitió las letras como si las viera desde afuera. Quedaron demasiado separadas", disculpa la mujer. De todos modos la voz de Lili reemplaza los letreros.

La familia se fue. Lili los despidió frente a las rejas del zoo. En el mismo sitio donde alguna vez perdió el miedo a la gente. "Cuando me propusieron el trabajo acepté pero tenía miedo", confía. Pasaron ocho años de ese primer grupo de chicos sordos que le tocó conducir: "Yo hablaba y ellos leían los labios". Y uno de esos petisos fue quien por primera vez preguntó por su bastón. Ese palito blanco que un día metió de prepo a Lili en el zoológico, ese mundo que de verdad le pertenece.

 

Rehabilitar

"Cuidar Cuidando" es el nombre del programa para jóvenes con alguna disminución psíquica del Zoológico de Buenos Aires. A través de un acuerdo con el Hospital Carolina Tobar García se inició hace cinco años el trabajo con un grupo de chicos que concurren dos veces por semana para hacer trabajos de rehabilitación.

Metidos en el cuidado de animales trabajan durante la mañana con los cuidadores de distintos sectores. Con ellos aprenden sobre las necesidades de los animales y mientras "ayudan se autoayudan", explica Vicente De Gemmis coordinador del programa. El tiempo que permanecen en el zoo son seguidos por médicos y psiquiatras que evalúan su evolución. Un 70 por ciento de los chicos que participaron del programa consiguió algún tipo de rehabilitación y un puñado incluso trabajó en el zoológico. De hecho los que quedan becados reciben un sueldo por las tareas que cumplen.


Embalsamados

En tres meses el zoológico volverá a habilitar el museo de animales embalsamados. Actualmente en reparaciones, el nuevo sitio destinado a las especies taxidermizadas contemplará en especial el paso de las personas discapacitadas. Según explicó Lili Anselmo, coordinadora de esta actividad, quienes nunca pudieron ver tienen miedo de conocer a través del tacto a los animales vivos y optan por los embalsamados.

Para las personas ciegas se pondrá frente a cada animal un letrero en braile y tendrán también un referente humano para que a través del tacto puedan comparar medidas de animales. Pero además del Museo, que podrá ser visitado por cualquiera, el zoológico tiene algunos talleres insólitos. A media hora de la Plaza de Mayo, en medio del furor urbano, cualquiera puede tomarse media hora y aprender a ordeñar una vaca. La propuesta integra una de los diez talleres que cada treinta minutos se inicia en el zoo. Además se dan clases de horneado de pan, reptiles, granja y especies en extinción.

 

PRINCIPAL