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RESURRECCIÓN

Por Antonio Dal Massetto

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t.gif (862 bytes) En el bar hay clima de festejo contenido.
–Me parece que esta vez el fulano está bien liquidado –dice uno–. Como cantó el poeta lunfardo: “Está listo, sentenciaron las comadres, quedó como si nunca hubiera sido”.
–Algún día tenía que llegarle la hora –dice otro.
Pero sigue reinando la cautela, a tal punto que le pido al gallego Pereira que destape una botella de champaña tratando de evitar que el corcho haga ruido.
–Celebro la prudencia con que manejan la cosa –nos dice don Eliseo el Asturiano que esta noche nos honra con su visita–, y creo que es una buena oportunidad para contarles una experiencia de cuando salí de mi Caleao natal buscando un sitio donde afincarse y fui a dar con mis huesos a un próspero oasis en el desierto. El jeque del lugar era un fulano muy astuto y cada vez que surgían problemas, conatos de rebelión, intentos de cambios, protestas populares, había tomado la costumbre de morirse.
–¿Cómo que se moría, don Eliseo?
–El jeque había sido educado desde su más tierna niñez en la India misteriosa y milenaria y ahí había aprendido una cantidad de trucos con los faquires. Así que podía tranquilamente paralizar la respiración, el corazón y hasta las ondas cerebrales. Pero jamás se llegaba a la instancia de la pira funeraria porque el grupo de asesores que lo rodeaba argumentaba que convenía darse un tiempo prudencial porque siempre es posible que ocurra un milagro. Mientras tanto empezaban las zancadillas entre los candidatos que aspiraban a sucederlo en el poder. Y era justamente ahí, en lo peor de la trifulca, cuando el jeque abría un ojo, abría el otro, y declaraba que había sentido el llamado clamoroso de su pueblo y regresaban para reestablecer la paz y la prosperidad en el oasis: “Así que acá estoy de nuevo para tomar las riendas de nuestra amada comunidad. Alcáncenme mis babuchas de raso favoritas”.
–¿Cuántas fueron las veces que murió y resucitó, don Eliseo?
–Mientras permanecí en el oasis fueron por lo menos unas seis veces. Siempre que el jeque partía momentáneamente al más allá, sus fieles compilaban listas con los nombres de los que habían llorado mucho, poquito y nada, o directamente se habían dedicado a festejar. Una hábil manera de detectar a los enemigos, sus planes e inclusive sus flancos débiles. Así que con cada regreso del jeque era común que unas cuantas cabezas rodaran desde lo alto de las dunas bajo la luna ensangrentada del desierto. Yo solía ir a una tienda a fumar en narguile y a tomar café y había hecho buenas migas con un grupito de asistentes y con Mustafá, el propietario del lugar, gente afable, muy parecida a usted y a su clientela, don Pereira.
–Se agradece en nombre de todos –dice el gallego Pereira halagado, mientras sirve una vuelta de champaña.
–No quiero prolongar la historia demasiado, así que les contaré sobre mis últimas horas en la tienda de Mustafá antes de que me decidiera a partir del oasis. La situación esta vez se había puesto bien pesada, divisiones entre los funcionarios del palacio, comerciantes en rebelión, bandas enfrentadas en las calles y por supuesto una nueva muerte del jeque y la pira funeraria preparada. Les aseguro que a esta altura había una gran cantidad de gente que andaba con un fósforo impaciente en el bolsillo. La muerte del fulano se prolongó más que de costumbre y finalmente alguien dijo: “Señores, ¿cuál es la única garantía de que alguien se haya ido al cielo de verdad? La respuesta es simple: tendremos la certeza de que ha dejado de pertenecer a los habitantes de este valle de lágrimas cuando su cuerpo empiece a oler mal”. Inmediatamente seconvocó una junta de narigones notables, expertos oledores, para que se instalaran junto al cuerpo del jeque y fueran pasando informes. Y fue justamente esa tarde de que les hablé, cuando a la tienda de Mustafá llegó alguien corriendo con la noticia: “Ahora sí que está muerto de verdad, los expertos oledores acaban de confirmarlo, ya podemos dejar de llorar porque no hay peligro de que vuelva”.
–Entonces por fin había sucedido, don Eliseo. Me imagino que se habrán puesto a festejar.
–No tan rápido. El clima era exactamente el mismo que reina acá hoy en este bar. Mustafá, que era un hombre de larga experiencia, nos dijo: “Miren muchachos, he oído muchas cosas sobre la India misteriosa y milenaria y no me extrañaría nada que hasta le hayan enseñado a producir el hedor característico. Así que yo voy a seguir conservando mi botella de glicerina líquida para producir lágrimas falsas y si quieren escuchar un buen consejo, hagan lo mismo”. En ese momento me di cuenta de que aquellos no eran buenos aires para los proyectos de mi vida futura, le pedí a Mustafá un poquito de glicerina para que me durara por lo menos hasta la frontera, me uní a una caravana donde hasta los camellos lloraban y me vine para estos lados.


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