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CITA CON LA VIDA 

Por Horacio Verbitsky

   

 

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t.gif (862 bytes) La semana pasada mi padre hubiera cumplido 80 años, y hoy estará en las librerías una nueva edición de su novela Villa Miseria también es América, el más conocido de los veinte libros que publicó entre 1941 y su muerte, en 1979, cuyo título está inspirado en un verso de Langston Hughes, "yo también soy América". Es tiempo de permitirme hablar con él.

Como periodista conoció la villa Maldonado, y en sus artículos empleó por primera vez la locución villa miseria con la que ahora se denominan todos esos barrios obreros habitados por pobres de las provincias y de las fronteras. Esa gente lo atraía y siguió visitándolos los domingos. Para el chico de doce años que lo acompañaba fue una experiencia formativa que decidió muchas opciones vitales posteriores. Mi padre les preguntaba por su trabajo y esos paraguayos dulces revivían para él cada paso de la faena cotidiana en los telares y los tornos de las fábricas en los que se forjaban como seres humanos, con una dignidad que los techos de cartón y las pocas canillas para demasiada gente no podían destejer.

Nosotros éramos pobres, pero ellos eran miserables. La miseria es impresionante. Hay moscas todo el tiempo en todas partes. No hay cloacas y el agua jabonosa se estanca en precarios canales de superficie. Las casillas no tiene baño. Las letrinas están afuera y las piezas son cocina, sala y dormitorio al mismo tiempo. Años después Alfredo Moffat le regaló a mi padre una foto que había tomado en otra villa. Esos rostros brillantes de orgullo por sus posesiones, una moto, una heladera, un televisor con los que posaron dentro de la pieza, transmiten algo que la sociedad no siempre reconoce: esa gente es espléndida y la miseria no es un atributo personal, sino una brutal imposición, de la cual nosotros somos culpables y ellos víctimas. Son nuestros hermanos, y las diferencias de clase que nos separan son tan crueles e injustas como los alambres de púa de un campo de concentración. Igual que los campos de concentración, envilecen hacia los dos lados de la alambrada.

Todas las noches mi padre nos leía a mi hermana y a mí un capítulo del Quijote o del Pickwick. Era mal pedagogo y no logró inculcarnos el amor por esos libros, pero cuando no se proponía enseñar nada, con su ejemplo, nos transmitió lecciones más provechosas. Uno puede descubrir más tarde a Cervantes o a Dickens y hasta se puede vivir muy bien sin ellos. En cambio todo hombre debe saber quién es y para qué está en el mundo. Que un judío hijo de inmigrantes escribiera un libro sobre los cabecitas negras y lo titulara con ayuda de un poeta afronorteamericano me parece en ese sentido un símbolo admirable, con la fuerza de un mandato.

En estos años de la década del 50 los tres hermanos de mi padre se fueron de la Argentina. Mantuvieron una dolorosa correspondencia. El cuestionaba su éxodo, y le escribía a su hermano Alejandro: "¿Qué tiene que hacer en México un muchacho de Buenos Aires?". Atendía un restaurante argentino, igual que el personaje de Roberto Cossa en Gris de ausencia, ese grotesco de la decadencia en el que los inmigrantes que hablan cocoliche no son italianos que llegan a la Argentina sino argentinos que vuelven a Italia. Se ve que no tenía demasiado que hacer allí, porque siguió a Cuba, donde se quedó para siempre y murió en 1986. Gregorio se fue a Israel, pero volvió y murió aquí, porque tenía raíces más profundas de las que creía. No sé si mi padre se hubiera reído tanto como yo con la visita de su hermana menor, que vino a pasar sus vacaciones 35 años después. Durante todo ese tiempo, cada vez que oíamos un disco de Angel Vargas, alguien en la familia comentaba que ése era el cantor preferido de la tía Aurora. Una de las primeras cosas que hicimos fue hacérselo escuchar y la preciosa viejita italiana en que se ha convertido preguntó, como si no llegara de otro país sino de otro planeta: "Anquel Varga. ¿E quién é?".

¿Por qué ese hombre que no tenía los vínculos barresianos de la tierra y de la sangre, se aferraba a este país con tanta determinación? De la tierra sólo poseyó un lotecito en el que construyó la casa de barrio con un crédito del Banco Hipotecario. En cuanto a los muertos, prefería a los vivos, la gente del pueblo. El quería enamorarlos con sus libros, porque amaba a este país cuyo idioma era extraño para sus padres, como no saben amarlo los choznos financistas de comerciantes gallegos que se llaman patricios, o los militares que matan para guardarles las espaldas.

Un hijo no es la persona indicada para hablar de la calidad literaria de la obra de su padre, y no lo haré. Pero no conozco otra que refleje de un modo tan vasto y minucioso a la gente común de Buenos Aires. Estoy orgulloso de esos libros, que los jóvenes ignoran porque la falta de reediciones yugula la continuidad cultural.

Pensé a menudo en estos temas durante la dictadura, cuando no podía ejercer mi profesión. Si no me fui a ganar buen dinero y mejor fama en otro lado, a salir de noche, caminar por el centro, entrar a los cines y los cafés y dormir seguro, no fue falta de imaginación, como creí en algún momento, sino porque gracias a mi padre supe que no debíamos regalar este país, al que los judíos errantes llegamos para quedarnos, que era nuestro, y de los tanos y los gallegos y los cabecitas negras, y no de los Martínez de Hoz.

Esto no se realiza de una vez para siempre, ni nadie nos garantiza el resultado. Es una tarea constante, un compromiso de cada generación, una cita con la vida a la que Bernardo Verbitsky no faltó.


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