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Panorama Económico
Acá mejor no enfermarse
Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) Desde el éxodo argentino de los años '70, agosto se convirtió --sobre todo a partir de 1984-- en el mes de los viajeros y los reencuentros. Rosa F., radicada en España, llegó así días atrás a Buenos Aires para pasar unas semanas, en su primera visita desde 1989. Aquí reparó en que le quedaban pocas grageas de la medicación que toma regularmente, y decidió averiguar si había alguna similar en las farmacias. Tuvo suerte: Bactrim contiene las mismas drogas. Pero difiere escandalosamente en el precio. Cuando la idónea le indicó que costaba $ 15,50, Rosa dio un respingo. En Madrid compra la misma medicina por unos 3 dólares. Pero esto no sorprendió a la boticaria: "En la Argentina los remedios son muchísimo más caros", le aclaró innecesariamente, ofreciéndole como atención un descuento del 10 por ciento. A Rosa sólo le hubiera faltado entrar a un locutorio y descubrir que allí cobran cada pulso telefónico 22 centavos, cuando su valor oficial es de 5,4. O pedir un té en una confitería y pagar más de 50 veces el valor del saquito que flota en el agua caliente.

Respecto del precio de venta al público, fijado por los laboratorios, las farmacias obtienen ciertos descuentos, que serán su margen de ganancia. Esas quitas son tanto mayores cuanto más grande es la compra y más cortos los plazos de pago. Normalmente hay tres niveles de reducción, según un estudio realizado por Roberto Dvoskin y Jorge Todesca. La mayor es del 32 por ciento. Esto significa que un medicamento cuyo precio final es de 10 pesos, llega a la farmacia a 6,80. Esta gana al venderlo un margen del 47 por ciento. Si el descuento es del 29 por ciento, la ganancia del dispensador se sitúa en 40,8 por ciento. Para las farmacias más chicas el descuento baja al 26 por ciento, y el margen se estrecha así al 35,1 pr ciento.

El precio de los medicamentos, tradicionalmente controlado, comenzó a quedar liberado con la llegada de Carlos Menem a la Casa Rosada y de Pablo Challú a la Secretaría de Comercio (cargo que luego cambió, mención carente de suspicacia, por el de gerente de Cilfa, la cámara empresaria de los laboratorios nacionales). Cuando llegó la Convertibilidad, en abril de 1991, la industria farmaquímica siguió subiendo sus precios a pesar de la estabilización, aduciendo que los tenía rezagados. El resultado fue que en tres años los remedios se encarecieron, en pesos o dólares, más de un 50 por ciento, hasta que Domingo Cavallo logró, mediante presiones, que pararan la mano. De todas formas, según datos del Indec las medicinas son hoy en el país un 63 por ciento más caras que en 1991.

La industria es la que fija los precios referenciales de venta al público a través del manual Kairos, sin restricción alguna. Como la Ley 20.680, llamada de Abastecimiento, está suspendida, ningún funcionario gubernamental puede objetar esos precios ni exigir que los laboratorios revelen sus costos. Según el sanitarista Ginés González García, "lo único que no vale nada es lo que está dentro del frasco". Pero, valga o no, el precio es tan libre como el de cualquier otro producto, pese a las características particulares de éste.

Aunque los medicamentos quedaron alcanzados, teóricamente, por la desregulación y la apertura, se las ingeniaron para que ni aquélla ni ésta los importunaran. En primer lugar, la importación de especialidades medicinales está severamente restringida. Sólo entra cierta cantidad de contrabando para alimentar el circuito semiclandestino, más el ingreso hormiga en las maletas de los viajeros, que traen de Europa remedios para toda la familia. En cuanto a la desregulación, que autorizó la venta en supermercados, todos los laboratorios cerraron filas: como quieren seguir mandando a su antojo en este negocio, se niegan a caer en las fauces de los híper. "No quieren terminar como Molinos", ilustró un hombre del sector. Aunque hoy operan unos 280 laboratorios, 20 de ellos abastecen dos tercios de la demanda.

El fracaso del mercado como remedio para evitar que en la Argentina se paguen precios delirantes por los medicamentos queda expuesto crudamente en los altísimos márgenes de comercialización. En tiempos de alta inflación las farmacias alegaban que esos márgenes se les licuaban al reponer el stock, que entretanto había sido remarcado. Sin embargo, llegó la estabilidad y los márgenes no variaron. La excepción a esta regla está conformada por las boticas que ofrecen descuentos del diez, veinte o más por ciento, como medio de descollar entre las doce mil que existen en el país y que comparten un mercado cercano a los seis mil millones de pesos anuales.

La franja farmacéutica que se siente más fastidiada por esta competencia vía descuentos denuncia que los laboratorios --que a todo esto vienen engulléndose a las droguerías-- les venden a determinadas farmacias fuertes a precios inferiores a los reconocidos, y que además existe un mercado negro de especialidades, abastecido por ventas en negro, camiones robados y remedios falsificados. Pareciera que lo único seguro es comprar en las farmacias "serias", que cobran los despiadados precios fijados tanto por los laboratorios nacionales como por los extranjeros, que en esto se comportan del mismo modo. De todas formas, las farmacias de los lugares más pobres son las que aplican los precios más altos porque venden poco. Es mucho más fácil que un rico encuentre cerca de su hogar una que dé descuentos. En el otro extremo, amplias franjas de población, sin obra social ni poder adquisitivo, están directamente excluidas de este vital mercado. Son la clientela del curanderismo o la resignación.

Sorprendentemente, el Gobierno convalida este panorama. En las épocas de precios controlados, la corrupción era arrasadora. Ahora se deja que industriales y comerciantes hagan lo que quieran, sin que el Estado utilice siquiera el gran poder que le confiere ser el mayor comprador de medicinas a través del PAMI, las obras sociales nacionales y provinciales, y los hospitales. El intento de romper el cartel industrial a través de la prescripción de genéricos, para que el enfermo pueda elegir si lo desea la marca más barata, apenas si prosperó ante la resistencia de los intereses en juego. Como los laboratorios, las farmacias y hasta los médicos son socios en el precio alto, y el Estado se abstiene, nadie va a tomar la bandera del paciente.


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