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DESAMPAROS
Por Juan Gelman


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t.gif (67 bytes) Aún patalean los tiempos que hace más de 90 años Karl Kraus consideró poblados de "enanos (que) manejan asuntos de gigantes". Con el voto a favor de los doctores Julio Nazareno, Eduardo Moliné O'Connor, Augusto César Belluscio, Guillermo López y Adolfo Vázquez, la Corte Suprema de Justicia falló -–en dos sentidos, por lo menos-- que "no resulta admisible" el recurso que Carmen Aguiar de Lapacó presentó para conocer el destino de su hija Alejandra, desaparecida en el centro clandestino de detención El Atlético, instalado en pleno San Telmo. Dicho de otra manera: la búsqueda de la verdad, pilar de toda justicia, es "no admisible" para el alto tribunal. "Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad" es el título del capítulo VI del Libro XIX de La ciudad de Dios, la obra que San Agustín dedicó a la exploración de asuntos terrestres y celestes. Es probable que algunos de esos 6 jueces la hayan leído, pero, si es así, no la recuerdan: allí se dice, por ejemplo, "la ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente". Y también: "En semejantes densas tinieblas como éstas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los estrados por juez un hombre sabio o no se sentará?". Esas densas tinieblas de la política son notorias en la Argentina de hoy: consisten en las presiones de las Fuerzas Armadas y del gobierno para que no sigan desfilando uniformados por los tribunales con el objeto de conocer la suerte que corrieron las víctimas de la dictadura militar. San Agustín aconseja a los jueces que se dirijan a Dios con esta súplica: "Líbrame, Señor, de mis necesidades".

La decisión de la Corte Suprema quiere ocluir una verdad, pero habla de otra: la continuidad civil, por vía judicial, del terrorismo de Estado militar. En efecto: desde el punto de vista de la justicia distributiva -–esa que definió Aristóteles y mucho preocupó a Santo Tomás--, la Corte prolonga la partición sancionada por ejecutivos y legislaturas civiles de los últimos l5 años: protección para los asesinos e intemperie para las víctimas, ahora incluso cohibidas de conocer la verdad. ¿Algún retacito de antiguas vergüenzas habrá movido a un par de jueces votadores de ese fallo a proponer que la medida no era inamovible, que aún cabe la posibilidad de un recurso de amparo? ¿De amparo para quién? ¿Hay ingenuos que suponen que la Corte hará lugar a un recurso de amparo contra ella misma? ¿Y cuándo nos ampararán de esos engaños? ¿Y cuándo ampararán de la angustia, la desesperación y la imposibilidad de duelo a miles y miles de familiares de los desaparecidos a quienes se les prohíbe conocer qué pasó con sus seres queridos? ¿Y cuándo se amparará a la sociedad argentina, otra vez condenada -–como antes por la dictadura militar-- a no saber, a padecer agujeros de memoria por los que se desmorona el intento de construir su moral cívica? El fallo de la Corte insiste en mantener al rojo vivo las secuelas de la peor tragedia de la historia argentina. Se trata de una extraña manera de contribuir a la pacificación nacional.

Los argumentos empleados apuntalan claramente la impunidad que nos enferma: se aduce que las leyes de Punto Final y Obediencia Debida del ex presidente Raúl Alfonsín y los indultos decretados por el presidente Carlos Saúl Menem -–cristalización del decreto de amnistía que las Juntas se dictaron a sí mismas-- han clausurado la vía de las condenas penales para los represores. Pero Carmen Lapacó no está pidiendo el juicio a los responsables "aunque lo quiera -–dijo-- porque sé que las leyes de impunidad me lo impiden. Que en treinta renglones me digan que no tengo derecho a saber la verdad es una burla". Tal vez para los seis jueces sea otra cosa: la verdad conduciría a los autores del delito, y hay que encubrirlos, ya que no ante la ley, ante el repudio moral de la sociedad. Tal vez sin saberlo, los H.I.J.O.S. reanudan con sus operaciones de "escrache" una práctica amparada por el viejo derecho romano: bajo el Imperio, no era raro el espectáculo de un deudor seguido por quienes lo abrumaban con insultos, exigencias de pago y cancioncitas satíricas; lo único que imponían los jueces es que no se desnudara del todo al deudor y que las letras de las canciones no fueran obscenas. En la Argentina hay deudores de vidas y quienes, aun sin haber asesinado, deben la verdad.

El argumento de "cosa juzgada" aflora automáticamente en labios de los que no quieren destapar los crímenes perpetrados en el período 1976-1983: habitó incansablemente la voz de legisladores y políticos para no anular las leyes y decretos perdonadores emitidos por dos presidentes civiles que son doctores en Derecho. Esos enterradores de la verdad desean matar el pasado, del mismo modo que las Fuerzas Armadas y de seguridad mataron en presente. Habría que equiparar su sueldo con el que ganan los sepultureros de la Chacarita. No sólo será justo: además, una manera de aliviar las partidas del presupuesto nacional.

No deseo en absoluto que desaparezca -–del modo que sea-- uno solo de los hijos de esos seis jueces de la Corte y mucho menos, si así fuere, que se les prohibiera averiguar la suerte corrida hipotéticamente por su descendencia. Aunque hayan decretado que ha prescripto la verdad. Y vos, Caín, tranquilo: tu causa ha caducado.

 

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