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Por Cristian Alarcón ![]() Hace poco alguien me dijo que un ladrón no mata. Eso ya no es así. La violencia que tienen adentro es superior a lo que uno imaginaba antes. ¿Usted encuentra una explicación? Dolli Irigoyen, la dueña del restaurante, se calla la boca un rato. No quiere arriesgar con lo que dice. Con frecuencia ha atendido ricos y famosos. A veces no había más lugar para custodios personales en la vereda. De Moria Casán a Julio Bocca, del juez Juan José Galeano al ministro del interior Carlos Corach. Quizás el más fanático del buen comer de Dolli. Pobreza y mala educación contesta al final la anfitriona. El secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan, no logró convencerla con sus explicaciones del jueves al mediodía, cuando por última vez almorzó en la clásica esquina del canal estatal y la farándula adicta. Irigoyen le había dicho al funcionario que cerraría por no poder soportar las consecuencias de la inseguridad, la pérdida de la clientela, y el pavor de una repetición. Kohan le reconoció que se trata de un problema difícil, habló de otros países donde las leyes son más castigadoras que las argentinas, aprovechó para pegarle a las consecuencias del Código de Convivencia Urbano. No se trata de lo duras que son las leyes con los delincuentes dice Dolli. Se trata del por qué este tipo de delincuentes, más violentos que nunca. La prueba está en que te pone un policía en la puerta, y lo matan. Entonces, no es suficiente. El mismo mediodía del diálogo con Kohan, supo del cierre otro cliente de la casa, el periodista Marcelo Longobardi. Fue Longobardi quien encendió ayer la mecha mediática en torno al caso de Dolli Irigoyen. La sacó al aire en su programa, y detrás de Radio América cayó entera la fauna mediática nacional. Dolli sabe que su caso es más famoso que el del otro medio centenar de restaurantes asaltados. Ella es más famosa. Hace diez años que sale en las pantallas domésticas dando clases de cocina, en Utilísima. Ella no puede creer lo que le ha pasado. Dice que está abatida, que no da más. Que ahora quiere recluirse, recuperarse, volver a hacer cuentas. Los tres robos se sumaron a la dificultad natural de un comerciante argentino en tiempos críticos. Esto es una cuestión de presión psicológica, y también de números. Primero renuncia el recepcionista, que no está dispuesto a seguir jugándose la vida en esa puerta. Después la camarera que vivió el último robo, está embarazada, y de licencia psicológica porque no puede soportar el estrés de trabajar en un lugar con este nivel de inseguridad. Las dos semanas posteriores al último asalto la clientela bajó al 30 por ciento. Hay que pagar seguridad privada que es muy costosa. Terminás trabajando dieciochohoras y cuando hacés cuentas ese día no llegaste. Necesito parar, detener esto y ver si realmente vale la pena. ¿Por qué continuar? ¿Para qué?. En principio la violencia urbana parece acorralar a la mujer que dejó hace diez años su apacible restaurante de pueblo en Las Heras, por el iluminado norte de Buenos Aires, tan seguro. La entrevista, al borde de una barra baja, con elegantes sillones en verde opaco, y otra vez Monk, se detiene tres veces por los clientes de años que llegan a saludarla. También llegan otros chefs. Uno de los habitués le pregunta por la policía. ¿Investigaron si hay zona liberada? quiere saber. Usa el término con la costumbre del lector de policiales, hablando de una rara obviedad. Ni clientes ni chefs se asombran en la mesa. Continúan con los comentarios y se citan para esta noche, a la última cena.
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